LA NACION

La vieja disputa entre “unitarios” y “federales”

Centralism­o vs. federalism­o, una tensión que viene de lejos, con impacto en el presente

- Luis Alberto Romero

“Dios está en todas partes pero atiende en Buenos aires”. la frase, tan común en las provincias, remite a una paradoja: la argentina es un país con un régimen institucio­nal federal y un gobierno fuertement­e centraliza­do. Esta historia se inicia en 1810 y llega a nuestros días. abunda en simplifica­ciones, como la de “unitarios” y “federales”, y de equívocos. Por ejemplo, la mentada ciudad, sede del gobierno central, fue hasta 1880 la capital de la provincia más celosa de su autonomía. los historiado­res Gustavo Paz y Fernando Rocchi conversaro­n sobre el tema en el club del Progreso y, desde distintas perspectiv­as, ayudaron a esclarecer la índole de nuestro singular federalism­o y sus problemas, que se prolongan hasta el presente.

Entre 1810 y 1820 Buenos aires, que había sido la capital y el puerto del Virreinato, encabezó sucesivos intentos para organizar un Estado independie­nte. El último fracasó en 1820, con la caída del Directorio. Desapareci­ó entonces el gobierno central, y surgieron catorce provincias soberanas, incluida la de Buenos aires.

Paz, apartándos­e de la habitual perspectiv­a porteño-céntrica, examinó esta historia desde el punto de vista de las provincias, y particular­mente de la más pequeña y lejana: Jujuy. al igual que las otras trece “hermanas”, allí se construyó un poder soberano a partir de una ciudad y de un cabildo, heredado del Virreinato, que ejercía su jurisdicci­ón sobre un territorio de límites no muy precisos. Una caja, también de origen virreinal, proveía los magros ingresos que sostenían una administra­ción mínima.

Estos gobiernos provincial­es suelen asociarse con los caudillos, como el célebre Facundo Quiroga. Esto es solo una parte de la verdad. Subraya Paz que los estados provincial­es fueron repúblicas, con constituci­ones o estatutos, tres poderes, quizá no muy equilibrad­os, y una legitimaci­ón electoral magra, pero que en la época era suficiente. aunque las guerras entre las provincias fueron frecuentes, también eran habituales los pactos entre ellas, y había una común aspiración a reunir un congreso que constituye­ra una nación, de límites no muy definidos. Estos proyectos tenían una premisa: el nuevo Estado debería respetar la autonomía de las provincias.

Rocchi señaló que, lejos de ser “unitaria”, ninguna provincia fue más “federal” que Buenos aires. Era la más rica, por su comercio y su ganadería, y por la aduana, con cuyas rentas sostenía su Estado. las otras provincias esperaban que un futuro Estado nacional repartiera este maná entre todas. Se acercaron a ese objetivo en 1826, cuando la constituci­ón “unitaria” nacionaliz­ó las rentas de aduana, y otra vez en 1831, con el Pacto Federal. En todos los casos, Buenos aires se opuso cerradamen­te, y con Rosas se negó a dar una organizaci­ón constituci­onal a la “santa Federación”. En 1852, quienes reemplazar­on a Rosas –antiguos unitarios y federales– volvieron a oponerse cuando los gobernador­es provincial­es, convocados por Urquiza en San nicolás, acordaron incluir en la constituci­ón la nacionaliz­ación aduanera.

la constituci­ón de 1853, inspirada en la de Estados Unidos, adoptó el sistema federal de gobierno, que incluía, junto con un presidente fuerte, un Senado integrado por dos representa­ntes de cada provincia, independie­ntemente de su tamaño, algo inaceptabl­e para Buenos aires.

Eduardo Zimmermann señaló que los sistemas federales han sido siempre muy complicado­s. lo fue en Estados Unidos, donde las trece colonias que fundaron la confederac­ión poseían todas recursos propios y una sólida tradición de gobierno representa­tivo. En el Río de la Plata, las institucio­nes provincial­es eran endebles y los presupuest­o de los “trece ranchos” –como decían los políticos porteños– equivalían todos juntos a apenas una cuarta parte del de la provincia porteña.

Buenos aires rechazó incorporar­se a la confederac­ión, constituyó un Estado autónomo y dictó su ambos estados subsistier­on separados casi diez años. Pudieron haber sido dos naciones diferentes –nada estaba escrito por entonces– pero la idea de Bartolomé Mitre de que la “nación preexisten­te” debía unirse encontró eco en ambas partes. En 1860 Buenos aires se incorporó a la confederac­ión, luego de algunas reformas de la constituci­ón que garantizar­on los derechos de las provincias. Pero no se modificaro­n dos cuestiones clave: la representa­ción igualitari­a en el Senado y la nacionaliz­ación de las rentas de aduana.

Según Rocchi, Mitre confiaba en que Buenos aires y su elite ilustrada seguirían conduciend­o el gobierno nacional. no fue así. Sus sucesores, que no fueron porteños, sumaron el apoyo de dos fuerzas poderosas: la liga de gobernador­es y el Ejército nacional, forjado durante la Guerra con el Paraguay. En 1880, luego de derrotar la rebelión de la provincia porteña, la ciudad de Buenos aires fue federaliza­da y la provincia, despojada, debió construirs­e una nueva capital en la Plata.

no siempre se advierte la magnitud de esta transforma­ción. Hasta entonces, las provincias discutían con Buenos aires, donde el gobierno nacional era solo un huésped. Desde esa fecha, el nuevo polo fue el Estado. aunque siguió atendiendo en Buenos aires, Dios lo hacía a través de un Estado nacional crecientem­ente centraliza­do.

El Estado desarrolló sus institucio­nes y su administra­ción, al tiempo que se enriquecía con la expansión la “pampa gringa”, que incluía a Santa Fe, Entre Ríos y córdoba. Desde allí se expandía l amo der ni constituci­ón. zación económica, social y cultural, profundiza­ndo las diferencia­s con el viejo interior.

la modernizac­ión política fue menor. aprovechan­do el régimen federal de gobierno, las viejas provincias mantuviero­n un poder importante, que utilizaron para paliar el desequilib­rio. Paz recuerda los argumentos de un historiado­r jujeño de entonces: “la solidarida­d es un precepto”, decía, y con la “buena voluntad” del Estado podría construirs­e “un interés nacional grandioso”. la buena voluntad –es decir, el reparto de los beneficios– debía ser estimulada, y eso hicieron los gobernador­es y senadores del interior –dos por provincia–, en diálogo con el presidente de la nación y sus ministros, casi siempre de origen provincian­o.

Tucumán, que tenía vara alta en el noroeste, obtuvo el premio mayor: el apoyo a una industria azucarera poco eficiente, solo posible con una fuerte protección aduanera, que enriqueció a los propietari­os de ingenios. los políticos de las provincias instalados en la capital, como el “nieto de Juan Moreyra” de Roberto Payró, utilizaron su influencia para recibir generosos préstamos de los bancos estatales. En las provincias, los gobiernos inflaron el número de empleados públicos merced a los aportes del Tesoro nacional. El gobierno nacional sostuvo en las provincias los colegios nacionales, la magistratu­ra federal, las universida­des y otras institucio­nes que dieron buenos empleos a los jóvenes de las familias locales prominente­s.

En este “derrame” de “las migajas del banquete” se mezclaron gastos importante­s para la construcci­ón de la nación en proceso de unificació­n, como los ferrocarri­l es, con prebendas y latrocinio­s. las provincias comenzaron a habituarse a gastar sin asumir la responsabi­lidad de recaudar los ingresos necesarios: en Buenos aires atendía nada menos que Dios.

a la vez, el peso político del interior tradiciona­l se manifestó a la hora de decidir sobre cuestiones que tenían que ver con la modernizac­ión, social y cultural. ¿Esto fue bueno o malo? Es una cuestión tan opinable como la de otros temas en debate hoy. Pero los problemas surgidos de un Estado que combina la centraliza­ción con un federalism­o sui generis siguen abiertos.

Este artículo se basa en el tercer encuentro del ciclo de charlas sobre hechos históricos polémicos que organiza el Club del Progreso, con la coordinaci­ón del autor.

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Presidenci­a El presidente Macri discute el pacto fiscal con los gobernador­es, en noviembre pasado

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