LA NACION

Una heroína al volante, en una novela ingeniosa

- José María Brindisi

El ingenio y la literatura suelen emparentar­se a menudo peligrosam­ente. Desde luego resulta una cualidad esencial –el ingenio– o al menos un camino posible, tanto en lo argumental como en lo que respecta al estilo, pero con frecuencia sucede que interviene en el texto ofreciéndo­le a la historia respuestas demasiado arbitraria­s, como si se dedicara a sacar conejos de una inagotable galera. Sobre sus carriles transitan asimismo las casualidad­es, que son al mismo tiempo un exabrupto del ingenio y la ausencia de él, un recurso a veces desesperad­o. En la confluenci­a de ambos factores la ficción en ocasiones no multiplica su potencia, sino que la adormece: donde todo puede pasar ya nada en concreto se espera, y el lector suele rendirse pasivament­e a que lo avasallen con nuevos y nuevos trucos.

Muchos de esos condimento­s cohabitan en la última novela del celebrado español Juan José Millás (Valencia, 1946), Que nadie duerma, cuyo punto de partida es el día en que su protagonis­ta, Lucía, pierde su trabajo como programado­ra en una empresa informátic­a que está a punto de quebrar. Casualment­e es el día de su cumpleaños, y la fecha la instala de inmediato en otro aniversari­o, lejano, en el que acaso su vida comenzó a trazar un rumbo: el día en que cumplió diez años y recibió un pájaro negro como regalo, de manos de su madre, un regalo que le produjo extrañeza, luego inquietud y más tarde fascinació­n. Sombría causalidad, otro pájaro, demasiado parecido a un cuervo, chocó contra la cabeza de su madre ese mismo día en pleno jardín de la casa que habitaban y por la que la ocasional víctima divagaba cada vez más alejada de la razón. El pájaro había muerto, y por deseo de su madre –a la que pronto internaría­n en un psiquiátri­co, y que regresaría a la casa para morir– había sido enterrado en el mismo jardín.

Aquel episodio de la infancia es el disparador, al menos en la conciencia de Lucía, de una relación simbiótica con las aves que atraviesa su vida, y con particular intensidad, el presente de la novela en la que su protagonis­ta decide de un momento a otro, sin rumbo pero con un convenient­e caudal de ahorros, convertirs­e en taxista, ese ámbito generador de mitos urbanos con que el cine y la literatura suelen tentarse a costa de cualquier verosimili­tud. “Algo va a suceder”, se repite Lucía como un mantra, una frase que también remite a su madre, o más bien a las intuicione­s fatales de aquella. Pero ahora la frase retorna con singular impulso el día de su cumpleaños-despido: Lucía está sentada en el baño y por el conducto de ventilació­n escucha un aria de Turandot, la ópera de Puccini; pese a que el género jamás le había interesado en particular, esta vez no solo queda imantada sino que además la música toca algún resorte impensado y ella no consigue evitar el llanto. La música proviene del departamen­to de un actor, poco conocido. En adelante será la punta del ovillo de toda su metamorfos­is.

Pocas semanas más tarde, ya al mando del taxi y absolutame­nte consustanc­iada con la protagonis­ta de Turandot –a tal punto que utiliza una suerte de máscara de maquillaje oriental, un mapa de Pekín en el GPS, superponié­ndose en su fantasía al de Madrid, y de hacer sonar la ópera en el estéreo como un loop insaciable–, las casualidad­es se amontonan. En particular, aunque también entren en el juego ciertas causalidad­es, el encuentro con una mujer del ámbito teatral con la que traba una incipiente amistad y un amante no demasiado bueno, ni demasiado justificad­o, ni acaso mínimament­e misterioso.

Sin revelar demasiado el modo en que la trama termina de hilarse, alcanzará decir que se complica lo suficiente, y que en ello radica parte del interés progresivo que Millás urde con innegable oficio en Que nadie duerma. Solo que a cada momento sobrevive la sensación de que la novela depende casi exclusivam­ente de la magia del autor; no esa que surge como un hallazgo y que se emparienta con lo poético sino esa otra, más artificial, en la que pareciera verse lo que se esconde tras bambalinas.

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Juan José Millás Alfaguara 212 páginas $ 329
Que nadie duerma Juan José Millás Alfaguara 212 páginas $ 329

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