LA NACION

Un atento testigo de su época

- Diana Fernández Irusta

Hace unos años, el diario El País publicó un artículo de John Berger, uno de tantos donde el escritor, crítico y artista analizaba alguna muestra pictórica. Como al pasar, la nota abría con una mención al viaje en moto que, junto con su hija, Berger había realizado hasta el lugar donde se exhibían las obras en cuestión. Como quien menciona algo tangencial, daba cuenta del vértigo de la ruta, el contacto del cuerpo de la chica sobre su espalda y la responsabi­lidad que le cabía –a él, que manejaba esa moto– por la vida de quien había aceptado dejarse llevar. Las disquisici­ones sobre técnicas pictóricas eran el eje de aquel artículo. Pero en los breves trazos de la introducci­ón radicaba el núcleo desde donde Berger pensaba, escribía y vivía: cierto modo de estar atento a la íntima materialid­ad de lo cotidiano; un registro del otro, una capacidad para dotar aun al más nimio de los gestos de una radiante intensidad existencia­l, ética, política.

John Berger nació en Londres en 1926 y falleció en París en enero del año pasado. Aunque en su juventud había soñado con consagrars­e como artista plástico –de hecho, durante toda su vida realizó dibujos y retratos– fue la palabra escrita la que lo hizo trascender. Ficción, crítica, poemas, teatro, guiones cinematogr­áficos, intervenci­ones periodísti­cas: la suya fue una sostenida voluntad de interpelar al mundo; una sensibilid­ad esculpida tanto en el registro del horror como en la conmoción ante la difícil aventura de lo humano.

Berger fue un particular habitante de su tiempo. A mediados de los años 70 abandonó la vida urbana y se instaló en Quincy, un pueblo de los Alpes franceses. Allí se filmó The Seasons in Quincy, documental que Bartek Dziadosz, Colin Maccabe, Christophe­r Roth y Tilda Swinton realizaron en 2016, donde un Berger nonagenari­o hace un envidiable despliegue de vitalidad, belleza y lucidez. Ante las cámaras, muestra su taller, esboza algún retrato a la carbonilla, dialoga y camina sobre esa tierra que eligió para vivir y trabajar. Porque Berger fue escritor, crítico y artista, pero también –así lo atestigua el grosor de sus manos– hombre que empuñaba la azada, aferraba animales, cavaba pozos y seguía el ritmo de las nubes que podían coronar o destrozar el esfuerzo de días. El trabajo manual –la plena conciencia de ese rigor áspero– impregnaba su hacer, mirada y palabras. Un pulso presente tanto en la trilogía que dedicó a la vida rural (De sus fatigas) como en el resto de su obra; una certeza que lo acompañó el día en que descendió a la cueva de Chauvet y observó, en la intimidad sombría de la rocas, pinturas 15.000 años más antiguas que las de Lascaux o Altamira. Pero no solo miró: munido de libreta y lápices, copió y dibujó; hizo suyos los gestos de aquellos ancestros de ancestros. “En lugar de enfrentars­e a los misterios, la cultura de hoy persiste en evadirlos”, escribió al final de esa experienci­a quien hizo de su vida una empecinada defensa del lazo con el otro y con el mundo.

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