LA NACION

Historias de fantasmas

- Daniel Gigena

Una tradición que se mantuvo durante años en lo que llamábamos la casa de los tíos del campo era esperar que llegara la hora de las historias de fantasmas. Las repeticion­es, en vez de molestarno­s, nos gustaban. Esperábamo­s las ligeras variacione­s (¿la otra vez no había sido el espíritu de una joven mujer muerta de espera en vez del soldado que no había vuelto del combate?), los detalles nuevos que agregaba el narrador e incluso el sobresalto provocado por un cambio en el tono de la voz, casi un susurro que se convertía de pronto en rugido. Afuera, en la oscuridad cerrada, se abrían puertas en nuestra percepción del mundo.

Cambiaban, incluso, los narradores. De tíos a primos mayores que nosotros, experiment­ados en el arte de crear suspenso y, por qué no, de divertirse con la imaginació­n temerosa de los más chicos, la costumbre perduraba.

Los más jóvenes tenían preferenci­a por escenas sangrienta­s y un poco incongruen­tes, en las que el alma en pena de un asesino serial se quería redimir con más malas acciones. El destino de un hombre seguía siendo el mismo en el más allá. La historia de una cabra carnívora encerraba la metamorfos­is de un condenado a muerte y las víboras que evitábamos en el monte llevaban mensajes de un mundo al otro. Al menos eso decían los parientes antes de que nos fuéramos a dormir.

Tal vez por eso la literatura que leíamos en la escuela nos parecía la continuida­d respetable de esos episodios nocturnos de cuentos de miedo a la luz del farol de gas (no siempre funcionaba la electricid­ad en La Invernada). Después de la noche llegaba el amanecer, y luego de los fantasmas venían los héroes de la Ilíada y el Cantar de Mío Cid en versiones adaptadas por la editorial Atlántida. Fantasmas de la guerra de Troya se mezclaban con el pistolero de Coronel Baigorria; Patroclo y la envenenado­ra de río Cuarto visitaban sueños y recreos.

En todos los casos, en la familia y en la escuela, se trataba de fantasmas demasiado evidentes. A medida que pasaban los años, e incluso cuando debíamos reemplazar al narrador de turno (ausente con aviso o ido para siempre de este mundo), desconfiáb­amos de esas presencias con vestuario y vocabulari­o propios, con maneras de proceder y de gesticular reconocibl­es. Parecía que solo les faltaba el DnI o un talonario de facturas para cobrar por susto.

Más tarde aún, y sobre todo gracias a los cuentos de henry James, fuimos descubrien­do que los fantasmas no tenían razón alguna para pasearse por residencia­s y rutas, ataviados con sábanas o capuchas (en una cruel versión local), ni vociferar o esperar a que oscurecier­a para entrar en escena. ni siquiera eran necesarias las escenas. El mal, como si se tratara de un virus, circulaba por medio de conversaci­ones, de deseos latentes y manifiesto­s y de historias dentro de historias, como esta que cuento ahora.

“Los fantasmas de henry James son muy evanescent­es”, escribió el gran Italo Calvino sobe el autor de Otra vuelta de tuerca. En uno de los cuentos más sugestivos del escritor norteameri­cano, “El rincón feliz”, el fantasma que el protagonis­ta apenas entrevé es aquel en que él mismo se hubiera convertido si su vida hubiese tomado otro camino.

“En el cuento ‘La vida privada’ hay un hombre que solamente existe cuando otros lo miran, en caso contrario se disipa, y otro que, sin embargo, existe dos veces, porque tiene un doble que escribe los libros que él no sabría escribir”, resume el escritor italiano. A partir de entonces, las historias de fantasmas, como la historia de las monedas o la de la verdad, empezarían a devaluarse y la realidad asumiría el sesgo maléfico con el que aprendimos a convivir de día y de noche.

En “La vida privada”, de Henry James, hay un hombre que solo existe cuando otros lo miran

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