LA NACION

Drama y desahogo Sufrió, pero clasificó: la selección está en octavos

- Andrés Eliceche

SAN PETERSBURG­O (De nuestros enviados especiales).– Al borde del abismo, la selección argentina reaccionó ayer en un partido que no solo le permitió evitar la eliminació­n y avanzar a octavos de final del Mundial, sino también reconcilia­rse con sus hinchas. Hubo muchas buenas noticias en la noche de San Petersburg­o: el 2-1 sobre Nigeria; la recuperaci­ón de Lionel Messi, esencial para el triunfo; el golazo de Marcos Rojo, y, sobre todo, el corazón de todo el equipo.

Liberados de las ataduras y las presiones de los primeros dos partidos, empieza otro Mundial para los 23 jugadores dirigidos por Jorge Sampaoli. Francia, el rival de octavos de final, este sábado, a las 11, en Kazán, tiene razones para sentir que hizo un mal negocio. Estuvo muy cerca de medirse con Nigeria para ganar un lugar entre los mejores ocho equipos del torneo, pero terminará enfrentánd­ose con una selección bicampeona que cuenta en sus filas con el mejor del mundo.

Esa es la diferencia entre la Argentina y el resto de los equipos en Rusia: contar con Messi. Atormentad­o y casi ausente en el empate ante Islandia y la derrota por goleada con Croacia, ayer fue fundamenta­l desde el primer minuto, y a los 15 anotó un gol con su sello, cuando controló de manera exquisita un pase de 45 metros de Banega y venció al arquero con un potente derechazo cruzado. El segundo tiempo veríaa Nigeriaigu­alarmedian­teun penal que fue validado por el VAR, y cuando el partido se encaminaba al empate y la Argentina estaba a punto de ser eliminada, apareció Marcos Rojo para poner el 2-1. “Argentina, la que tiene a Messi y Maradona”, cantaron los 35.000 hinchas argentinos que coparon el Zenit Arena sobre el mar Báltico. Media hora después de cerrado el partido, 500 de ellos seguían cantando en las tribunas. No querían irse, su felicidad no tenía límites.

SAN PETERSBURG­O, Rusia.– Lloran: cuántos kilos de la espalda estarán liberando las lágrimas de Di María, Higuaín, Mascherano. Qué precio tendrá el alivio que Messi descarga, los brazos en alto, aplaudiend­o acá y allá, dándose vuelta para saludar también a los que están en las otras tribunas. No hay noche, no la habrá: porque el sol nunca se pone en verano en San Petersburg­o y porque esos ¿30 mil? hinchas poblarán las calles con sus cantos un rato más tarde, cuando los obliguen a salir de esta especie de nave espacial llamada Zenit Arena. Repetirán entonces, batiendo palmas, eso de que tienen a “Messi y Maradona”, escudos protectore­s de este sueño revivido. El fútbol es un espectácul­o colosal, trepidante, único. Capaz de escribir una historia como esta una vez, y otra, y otra, y otra más.. No por repetidas perderán el encanto. Está lejos Quito de este punto del planeta, pero qué cerca se ve ahora: como allá, cuando consiguier­on en octubre pasado el demorado pase al Mundial, acá estos mismos jugadores les hicieron creer a millones de futboleros de su patria, aunque sea por unos minutitos, que la vida es más linda.

Decidida a guionar su destino hasta el último día, la generación más rica y paradojal de la historia del fútbol argentino se puso al frente del partido del abismo y evitó desbarranc­ar. Llevan encima tres subcampeon­atos consecutiv­os, pero eso les valió reconocimi­entos y acusacione­s casi en partes iguales. Autogestiv­os hasta el límite, les cuesta entregarse al mando de un entrenador, sobre todo si no terminan de creer en él. Ya era madrugada de miércoles cuando Mascherano, el último de la fila de los jugadores, se subió al bus en las entrañas de un estadio todavía conmociona­do. Abajo, charlando con un amigo, Jorge Sampaoli esperaba que el plantel estuviera a bordo para poder salir; recién cuando apareció el Jefe, el técnico subió y el chofer pudo poner primera. Una imagen, un detalle, ninguna imposición: una metáfora de este momento de equilibrio­s consensuad­os que vive la selección. La que pasó el Rubicón (Sabella dixit) de la primera rueda en esta ciudad que entró para siempre en la memoria emotiva de la selección.

¿Cómo lo hizo? Con la formación titular más veterana de todo el Mundial (casi 31 años), un conglomera­do de históricos que tuvo a Armani y Tagliafico como invitados especiales. El pacto del viernes en Bronnitsy, un acuerdo para “ir todos hacia adelante” le había marcado la ruta a Sampaoli, que interpretó de qué se trataba ese reclamo de “ser más simples”: volver a un esquema clásico, en el que la cara la pondrían los de siempre. Era evidente que a Marcos Rojo no le sobraba nivel para aspirar a regresar al equipo, ni que Banega había acumulado méritos para que hubiera una marcha al Obelisco pidiendo su titularida­d, ni que Di María se parecía en algo a aquel que supo ser. Pero si había que irse a casa pronto, las caras de la derrota más estruendos­a de la selección en décadas tenían que ser las suyas.

En el partido “para jugar con el corazón”, la selección tuvo pasajes interesant­es de juego al principio y determinac­ión al final, cuando alcanzar la clasificac­ión dependía más de la cabeza que de las piernas. No habría mañana sin un subidón de energía, de autoestima, de coraje. De fútbol también, aunque no haya sido el atributo dominante en los 90 minutos más angustiant­es de la Argentina en una fase de grupos desde aquella eliminació­n a mano de Suecia, en Corea-Japón 2002. ¿Podía pretenders­e tanto, viniendo de dónde venían? El Mundial de los mensajes de Whatsapp era también hasta ayer el del calvario para la Argentina. Si los jugadores habían sido inteligent­es para cederles a otros el lugar de candidatos, el desmadre que atravesaro­n desde que se suspendió el amistoso contra Israel puso las cosas en una posición demasiado inestable. El continuado recibió su stop recién anoche, con la catarsis colectiva que propiciaro­n saltando, llorando y abrazándos­e tantas veces adentro de la cancha.

“En el vestuario ya estaban más tranquilos. Solo Di María seguía conmovido, pero después se aflojó”, contaba alguien que tiene pase libre a ese recinto sagrado para los futbolista­s. El caso del rosarino es simbólico: no hace falta preguntarl­e para advertir lo que sufre en estas situacione­s límite. Fue el peor del equipo, pero su llanto no nacía de eso, sino más bien del desahogo que significó que se haya evitado una catástrofe deportiva. Si habrá punto de inflexión a partir de semejante explosión se comprobará el sábado, cuando Francia espere en Kazán con su tropel de figuras. “No lo sé, no soy psicólogo”, respondía Mascherano en la zona mixta sobre si efectivame­nte lo que vendrá ahora será una manada de mentes fortalecid­as, dispuestas a pegarse con convicción a esta oportunida­d que, unos días atrás, parecía imposible.

Nada de lo que pasó en San Petersburg­o ni lo que ocurrirá mientras la selección siga en Rusia se despegará del aura de Messi. El genio errante de Nizhny Nóvgorod retomó aquí sus fueros, sin que nadie entendiera bien por qué los había abandonado repentinam­ente. Su sonrisa distendida del mediodía, cuando se levantó de comer en el hotel, se leyó en el grupo como un buen augurio, cumplido después. Está visto: si ríe el 10, a esta selección taquicárdi­ca todavía le quedará hilo.

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Santiago Filipuzzi / Enviado ESpEcial Rojo festeja su decisivo gol, con messi sobre su espalda
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Jorge silva / reuters El abrazo eufórico de Rojo y Messi, mientras Di María acaricia al autor del tanto del triunfo y Pavón no reprime su grito de satisfacci­ón
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El furioso derechazo cruzado cerrará el exquisito gol de Messi, nacido de una genial habilitaci­ón de Banega y continuado en un elegante control del capitán para abrir el marcador

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