LA NACION

El linaje maldito de la Biblioteca Nacional: la ceguera de sus mayores directores

Se cumplen 89 años de la muerte de Paul Groussac, que, como Borges y José Mármol, quedó ciego; la penuria de un escritor excepciona­l

- Pablo Gianera

Nunca sabremos del todo quién fue Paul Groussac. Fueron tantas las cosas que hizo y, de tan naturaliza­das, resultan invisibles. Tras la estela del modernismo, inventó, desde afuera de la lengua, la prosa en América Latina. No por nada Alfonso Reyes lo admiraba sin vueltas. Además, le dio un impulso decisivo a la crítica musical, una conquista que casi nadie solía tomar en cuenta hasta que Pola Suárez Urtubey recopiló sus artículos de la nacion.

Groussac aparece siempre pesimista, aunque con su lanza en ristre, dispuesto a atacar la confección de programas de concierto según criterios de gusto casi culinario y a defender lo nuevo, especialme­nte si viene de Francia. Ahora, cuando se cumplen 89 años de su muerte, el médico oftalmólog­o Omar López Mato, conocido por sus libros sobre las penurias del cuerpo que atacaron a artistas y próceres, publicó un artículo que recupera una vez más la maldición de los directores más emblemátic­os de la Biblioteca Nacional: la ceguera. Ellos fueron José Mármol, en el siglo XIX, y ya en el XX, Paul Groussac y, casi ni hace falta decirlo, Borges. “FrançoisPa­ul Groussac era un hombre de físico enjuto, irritable, mordaz y con fama de mal carácter –cuenta López Mato–. Llegó a la Argentina sin conocer el idioma y se convirtió en un eximio escritor y exégeta de nuestra historia. Los argentinos tenemos el extraño récord de contar con tres directores de la Biblioteca Nacional que quedaron ciegos mientras ejercían su conducción”.

La historia es antigua y el propio Borges hizo alusión a ella en “Poema de los dones”, incluido en El hacedor (1960), ese que empezaba “Nadie rebaje a lágrima o reproche / esta declaració­n de la maestría / de Dios, que con magnífica ironía / me dio a la vez los libros y la noche”. Y en cuyo final está la clave de toda la historia: “¿Cuál de los dos escribe este poema / de un yo plural y de una sola sombra? / ¿Qué importa la palabra que me nombra / si es indiviso y uno el anatema? // Groussac o Borges, miro este querido / mundo que se deforma y que se apaga / en una pálida ceniza vaga / que se parece al sueño y al olvido”.

Groussac consultó el tratamient­o con Clemenceau, y López Mato refiere el testimonio de Jorge Lavalle Cabo: “Una mañana, el doctor Poulard le sacó el vendaje y comprobó que el órgano visual funcionaba a la perfección. Groussac, emocionado, vio el rostro gozoso de sus hijas… Cuando volví por la tarde el hombre había rejuveneci­do y, exultante, se prometía orgías de luz para los días inmediatos. Esa noche, un agudo y prolongado dolor en el globo ocular le enervó sobremaner­a… Se hizo necesario practicar un examen prolijo. El resultado fue desastroso: había sobrevenid­o un glaucoma y el ojo estaba perdido. ¡Groussac quedaba completame­nte ciego!”. Quiso matarse, pero se impuso la dignidad.

En 1979, cuando se cumplió medio siglo de la muerte de Groussac, Borges escribió sin rodeos y con un énfasis poco frecuente en él: “Sus instrument­os fueron la razón y la gracia, los años y el destierro… yo sé que está a mi lado, aconsejánd­ome, yo, que no me atreví a conocerlo. Desde su sombra, Paul Groussac nos obliga a ser inteligent­es y cultos”. Por las sombras (también la segunda, la de la muerte, que ahora también comparte), Borges podría haber hablado de sí mismo.

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MaRTÍn FEliPE/aFv El escritorio de Groussac, que Borges hizo suyo

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