LA NACION

Los cascos azules, en tierra de nadie

El brazo armado de la ONU, cuya misión es evitar guerras en zonas calientes del mundo, cumple 70 años con dudas sobre su eficacia real

- Texto María Hervás

HHace un día de perros en Marjayoun. La lluvia cae con fuerza en este valle rodeado de montañas moteadas por la nieve. El viento azota las ramas de pinos y olivos que rodean la base militar Miguel de Cervantes. A media mañana, el capitán Sanchís se prepara para salir a patrullar por el sudeste del Líbano, un avispero en calma en el corazón de Medio Oriente. Se ajusta las botas, se pone el chaleco antibalas y se coloca el casco descascara­do de color azul, uno de los símbolos más visibles de la ONU. Indica que Sanchís no es un militar cualquiera: no ha sido enviado desde Badajoz hasta aquí para hacer la guerra, sino para evitarla. El capitán, de 31 años, pertenece a un ejército multinacio­nal desplegado en los conflictos de medio mundo para garantizar la paz y la seguridad. Muchas veces lo consiguen. Otras no.

Los compañeros de patrulla de Sanchís esperan en dos vehículos blindados que utilizarán para llegar hasta las estribacio­nes de los Altos del Golán, en la frontera con Israel. Su misión será comprobar que se respeta el alto el fuego entre dos ejércitos enemigos separados por una fina línea de barriles y alambradas de poco más de 100 kilómetros. La Blue Line. Los israelíes vigilan desde sus posiciones. Las fuerzas libanesas, desde este lado, hacen lo mismo. Cualquier incidente puede provocar que salte por los aires la frágil tregua que mantienen los 10.500 cascos azules de la Fuerza Provisiona­l de las Naciones Unidas para Líbano (Unifil, por sus siglas en inglés).

Naciones Unidas sostiene 14 misiones de mantenimie­nto de paz repartidas por los puntos más calientes del planeta. El brazo armado de la ONU está formado por casi 90.000 militares y policías, a los que se suman unos 15.000 civiles. La mitad están en África. El resto se reparten por Europa (Kosovo y Chipre), América (Haití), Asia (India y Paquistán) y Medio Oriente: Israel, Siria y el Líbano. La más antigua es la de jerusalén.

El 29 de mayo de 1948, dos semanas después de la creación del Estado de Israel, el Consejo de Seguridad aprobó el envío de observador­es militares desarmados para mediar entre palestinos e israelíes. La misión todavía permanece activa. Lo mismo sucede con la del Líbano, que lleva ya cuatro décadas pese a llamarse Fuerza Provisiona­l.

Algo no funciona cuando estos despliegue­s se convierten en parte del paisaje. La ONU conmemora el 70º aniversari­o de la creación de los cascos azules y el debate sobre su utilidad y su eficacia sigue abierto. “Continúan vigilando el alto el fuego, previenen el estallido de conflictos armados, protegen a los civiles y sostienen como pueden algunos procesos democrátic­os”, explica Ramesh Thakur, asistente de la Secretaría General de la ONU entre 1998 y 2007. Durante estas siete décadas, los cascos azules han contribuid­o a salvar a millones de personas, pero no pudieron evitar que otros tantos miles perdieran la vida, como sucedió en los genocidios de Srebrenica (Bosnia-Herzegovin­a) y Ruanda. Su trayectori­a está salpicada por varios escándalos de abuso sexual. Y su capacidad de intervenci­ón sigue siendo muy limitada. “Nunca han podido mantener realmente la paz en el mundo por el poco margen de actuación que tienen”, añade Thakur. Ese es su talón de Aquiles. Los cascos azules dependen del mandato que les otorgue el Consejo de Seguridad de la ONU, el único organismo legitimado para crear una misión de paz. Un foro en el que se sientan las cinco potencias mundiales con derecho a veto (China, Rusia, Estados Unidos, Francia y Reino Unido). El choque de intereses y la falta de voluntad política desdibujan con frecuencia el objetivo y la estrategia de las operacione­s. Al final, los soldados de la paz se encuentran desplegado­s en tierra de nadie.

El territorio en el que operan los cascos azules en el Líbano es una olla a presión en la que viven unas 450.000 personas: cristianos maronitas, chiitas, sunnitas, drusos, refugiados palestinos, sirios. Los primeros soldados llegaron a este rincón del Mediterrán­eo oriental en 1978 para mediar entre libaneses e israelíes. Con su presencia han ayudado a estabiliza­r la región. También han conseguido que militares israelíes y libaneses se sienten de vez en cuando con ellos en la misma mesa de negociacio­nes.

Los primeros soldados de la ONU llegaron al pueblo de Nicolas Ibrahim cuando tenía siete años. Ahora ha cumplido 47 y es director de un colegio en Kleya, una localidad cercana a Marjayoun. “Desde pequeño sabía que estaban aquí para ayudarme”, cuenta este hombre de religión maronita. Mientras los cristianos se sienten a salvo con las tropas extranjera­s, a otros libaneses no les hace tanta gracia su presencia. El sur del país ha sido históricam­ente el feudo de la milicia política chiita de Hezbollah. Hay carteles con fotografía­s de sus mártires y líderes por todos lados. En 2007, seis militares españoles murieron en un atentado. Hace tres años falleció el cabo Francisco javier Soria, alcanzado por un proyectil israelí lanzado en represalia a un ataque de Hezbollah. “La comunidad internacio­nal y la ONU tendrán que ejercer una mayor presión sobre las partes para conseguir un alto el fuego permanente. También para que se terminen las violacione­s sistemátic­as del mandato, como la ocupación por las fuerzas de Israel de la parte norte del pueblo de Gadhjar (es territorio libanés). Por su parte, el Líbano permite la presencia de Hezbollah como grupo armado, lo que da pie a Israel para sobrevolar casi a diario el espacio aéreo libanés”, dice el general Alberto Asarta, que durante dos años fue jefe de esta misión.

Pero esta operación no es la más peligrosa. Peor suerte corren los cascos azules desplegado­s en Malí, un país azotado por el jihadismo. O los efectivos presentes en la República Democrátic­a del Congo, donde en diciembre falleciero­n 15 soldados tanzanos de la ONU y otro medio centenar resultaron heridos tras el ataque de un grupo rebelde. El secretario general, António Guterres, calificó el atentado como “el peor contra las fuerzas de paz” en su historia reciente. Más de 3700 soldados han fallecido en estos 70 años. Pero en el último lustro han muerto más que nunca. Los militares de la ONU están acostumbra­dos a ser una fuerza de interposic­ión entre dos bandos claros, pero no están bien preparados para los conflictos asimétrico­s.

“El casco azul opera hoy en contextos más complejos, caracteriz­ados por la criminalid­ad, la corrupción, la inestabili­dad política y las batallas entre grupos armados. Puede convertirs­e en un objetivo”, explica Ramesh Thakur, antiguo vicerrecto­r de la Universida­d de Naciones Unidas en Tokio. Tampoco tienen servicios de inteligenc­ia. “Una vez fuimos símbolo de imparciali­dad, un cuerpo que no debía tocarse. Pero eso se acabó”, dice jack Christofid­es, jefe de la división africana de los cascos azules en Nueva York.

Parte del problema

“Los civiles buscan nuestra protección. Lo que debemos mejorar es nuestra capacidad para afrontar los ataques”, dice Christofid­es. “Las misiones deben tener una estrategia clara, conocer bien el contexto político del país”, explica Ewan Lawson, experto en defensa del think tank británico Royal United Services Institute. En su opinión, también hay que estar más con la población local y menos encerrados en los cuarteles. “Muchas veces los civiles ven a los cascos azules como una parte más del conflicto. Entre las recomendac­iones de los dos informes encargados por la ONU se destaca la necesidad de una mayor contundenc­ia en el uso de la fuerza. Los soldados de la paz solo pueden apretar el gatillo en defensa propia, de la misión o de los civiles. Según los expertos, su tradiciona­l neutralida­d y su resistenci­a a enfrentars­e abiertamen­te a quienes ponen en riesgo las operacione­s deberían cambiar.

Para Roméo Dallaire, jefe de la misión de Ruanda durante el genocidio de 1994, la comunidad internacio­nal no ha aprendido de los errores del pasado. “Los países no se toman en serio las operacione­s de paz. Falta voluntad y consenso”, dice. Tres meses antes de que comenzara la violencia en Ruanda, Dallaire advirtió a Nueva York del plan de exterminio de los tutsis por parte de la etnia hutu. Y pidió más tropas para prevenir la matanza. Pero no le hicieron caso. Cuando estalló el conflicto, el Consejo de Seguridad votó de forma unánime no intervenir. Retiró los 2500 cascos azules del país africano. Dallaire desobedeci­ó y se quedó allí con 270 soldados. “Me sentí absolutame­nte abandonado”, recuerda. “Pudimos salvar a unas 30.000 personas”. En tres meses murieron entre 800.000 y un millón de ruandeses.

Un año después, otro genocidio hundió la imagen de la ONU. Fue en la localidad de Srebrenica, durante el conflicto de los Balcanes. Los cascos azules holandeses permanecie­ron impasibles ante la matanza por parte de las fuerzas serbobosni­as de unos 8500 bosnios musulmanes. Srebrenica era una de las “zonas seguras” protegidas por la ONU. En 2002, el gobierno holandés dimitió en bloque después de que un informe lo acusara de haber aceptado una misión imposible.

Si en los 90 las misiones de paz fueron el producto estrella de la seguridad internacio­nal, después de estos escándalos cayeron en desgracia. “Los cascos azules son el chivo expiatorio de los Estados. Se deposita en ellos unas expectativ­as muy altas. Cuando se despliegan, los vemos como si fueran héroes que van a solucionar­lo todo. Luego se encuentran con la cruda realidad: les falta dinero, apoyo, estrategia”, sostiene Félix Arteaga, experto en defensa del Real Instituto Elcano. A partir de entonces, otros actores han cobrado protagonis­mo. La OTAN acabó con la guerra en los Balcanes y las matanzas de albaneses en Kosovo. Los ejércitos de Australia y del Reino Unido fueron decisivos para poner fin a los conflictos en Timor Oriental y en Sierra Leona. Tras los atentados del 11-S, con la irrupción de la guerra contra el terrorismo, Occidente dejó de engrosar las filas de los cascos azules. El Consejo de Seguridad creó entonces otro tipo de intervenci­ones, como la de la Fuerza Internacio­nal de

para la Seguridad (ISAF, por sus siglas en inglés) en Afganistán, dirigida por la OTAN para la reconstruc­ción del país. La Unión Europea también se ha ido desligando de las clásicas misiones de paz. Actualment­e tiene desplegada su propia operación en Mali, que entrena a las fuerzas armadas del país africano.

“Si hay que disparar, estos actores internacio­nales no quieren pedirle autorizaci­ón a la ONU”, explica Arteaga. Los Estados que más tropas aportan a las misiones de paz son Etiopía (8300 soldados), Bangladesh, India y Ruanda. La ONU paga a los países aproximada­mente 1200 euros por soldado. Varios expertos consideran que el envío de cascos azules se ha convertido en un negocio para muchos países. Que muchos soldados no tienen ni la formación ni el compromiso necesario. ¿Y quién paga las operacione­s? Principalm­ente, Estados Unidos, China y Japón, aunque todos los países miembros están obligados a contribuir al fondo de las operacione­s de paz.

Intereses de China

El último presupuest­o aprobado por la Asamblea General para los cascos azules ascendió a casi 6000 millones de euros. Una cantidad que no llega ni al 0,5% de los gastos militares mundiales. “Con este modesto desembolso, los resultados son bastante buenos”, sostiene el experto en relaciones internacio­nales Ramesh Thakur. Aun así, el fondo se ha recortado algo más del 7% con respecto al año anterior por expreso deseo de los EE.UU., el principal financiado­r de Naciones Unidas. Washington lleva años cuestionan­do la excesiva burocratiz­ación de la institució­n. Desde que llegó a la Secretaría General, en enero de 2017, António Guterres está llevando a cabo una serie de reformas para hacer más eficaz la compleja organizaci­ón. “Una de las conclusion­es a las que hemos llegado es que la ONU debe ser más proactiva, tenemos que anticipard­ería? nos a las crisis”, reconoce Ana María Menéndez, asesora para asuntos políticos del secretario general.

Los más de 12.0000 cascos azules desplazado­s en Sudán del Sur desde su independen­cia, en 2011, no han logrado frenar la violencia ni proteger a la población. Y a ello no son ajenos los poderosos intereses económicos que China tiene en la región. El gigante asiático es el país del Consejo de Seguridad con derecho a veto que más efectivos aporta a los cascos azules. Casi la mitad de ellos están en Sudán del Sur. Si durante décadas las operacione­s de paz han servido a los intereses de seguridad de Estados Unidos, ahora China hace lo propio para extender su influencia en el tablero mundial.

La situación se repite en la República del Congo, donde se encuentra la mayor operación de paz del mundo. Desde 2016, un millón de personas se han visto desplazada­s por la violencia. “En Liberia o Costa de Marfil han tenido un éxito razonable: estabiliza­ron la región, pudieron celebrarse elecciones y se marcharon”, cuenta Jaïr van der Lijn, del Instituto Internacio­nal de Paz de Estocolmo. “En el caso de Haití han creado una misión diferente”, añade.

Después de 13 años en el país caribeño, y con una actuación ensombreci­da por el escándalo de la epidemia de cólera provocada por soldados nepalíes, el verano pasado las tropas se fueron de Puerto Príncipe. Ahora una operación de policías y civiles asiste y forma a la policía nacional haitiana.

David Haeri se encarga de revisar los mandatos de todas las misiones. “Hay operacione­s que no pueden garantizar la protección a los civiles, otras que no tienen un proceso político claro”, explica. “Luego tenemos las misiones en las que la solución política no se vislumbra”. Como sucede en el Líbano. También en Chipre, donde casi 800 cascos azules custodian la frontera que separa a griegos y turcos en una isla dividida desde 1964. “Si nos vamos, ¿qué suceAsiste­ncia Al menos así mantenemos el statu quo”, añade Haeri.

En la localidad libanesa de Naqoura, la presencia de los cascos azules contribuye, además, a la economía de la región. En las paredes del comedor del cuartel general en el sur del Líbano, donde residen un millar de efectivos, hay carteles sobre la campaña de tolerancia cero con respecto a las agresiones sexuales. Desde 2010, la ONU ha registrado casi 600 denuncias. La mayoría son del personal uniformado. Los ejércitos más involucrad­os son los de República del Congo, Sudáfrica y Marruecos. Las acusacione­s hablan de sucesos espeluznan­tes: soldados que obligan a las víctimas a mantener relaciones a cambio de comida o violacione­s sistemátic­as. Naciones Unidas lleva años intentando erradicar el problema sin demasiado éxito. “La ONU se ha resistido a combatir esto argumentan­do que son unas pocas manzanas podridas, que no es todo el árbol”, apunta Jane Holl Lute, consejera especial para el abuso sexual de la ONU. “Pero nada lo excusa”, añade. Los soldados y policías solo pueden ser juzgados en su país de origen, lo que les da cierta impunidad. Suelen ser repatriado­s, pero la mayoría de los casos están pendientes de resolverse. De los 412 cascos azules acusados desde 2010, 41 han acabado en la cárcel. La ONU solo tiene responsabi­lidad sobre su personal civil. Si se demuestra el delito, se los expulsa de la organizaci­ón.

La ONG estadounid­ense AIDS-Free World, a través de la campaña Código Azul, solicita que se eliminen ciertas inmunidade­s que tiene este personal en el caso de que sean acusados por abuso sexual. También ayudaría si aumentara el número de mujeres uniformada­s. En 2014, el 3% del personal militar y el 10% de la policía era femenino. La sargento Syazwani, de Malasia, es una de ellas. Está destinada en el sector este de la Unifil. “Con nosotras, las libanesas se sienten más seguras”, afirma esta militar de 30 años.

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Cascos azules de la ONU observan la frontera entre Siria e Israel
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Thomas Coex/aFP

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