LA NACION

La batalla cultural entre neoliberal­ismo y populismo

Para crecer es esencial el equilibrio de las cuentas públicas y no gastar más de lo que se produce con fines clientelís­ticos

- Ricardo Esteves El autor es empresario y licenciado en Ciencia Política

Para gran parte de la sociedad, el neoliberal­ismo lleva las de perder frente al populismo: carga con todos los estridente­s fracasos del país –fueran o no su culpa- mientras el populismo hábilmente le endosa las consecuenc­ias de sus aberrantes y devastador­as políticas. Esto distorsion­a el conflicto de nuestro tiempo: la dicotomía entre equilibrio y déficit, o, entre neoliberal­ismo y populismo.

Demonizado­s como están el neoliberal­ismo y su primer y más importante precepto, el equilibrio de las cuentas públicas, si no se disipa la confusión, el país estaría condenado a hundirse junto al populismo y su eterna vocación por el déficit.

Si el primer precepto del Consenso de Washington (factor inspirador del denostado neoliberal­ismo) es el equilibrio de las cuentas públicas, el primero del populismo consiste en gastar más de lo que el país genuinamen­te produce con fines clientelís­ticos, o sea, tener déficit para financiar asistencia­lismo y consumo social.

Así, cualquier medida que tienda a buscar el equilibrio de las cuentas públicas, sea devaluació­n, suba de tarifas, reducción de gastos, privatizac­iones o racionaliz­ación administra­tiva es política neoliberal en estado puro, algo perversame­nte pergeñado para favorecer a unos pocos y perjudicar al pueblo.

Analizando la experienci­a del último ciclo supuestame­nte neoliberal, en el gobierno de Menem, cuando se realizaron reformas de corte modernizad­or y pro-mercado que lucían en las antípodas del populismo, al mismo tiempo se estaba violando el sagrado principio del equilibrio. Al estimular el consumo por encima del ingreso genuino, se contentaba a los votantes a costa de engendrar un elevadísim­o déficit fiscal. Como no se podía emitir por la vigencia del uno a uno con el dólar, el único camino era financiar ese déficit con deuda externa, la que iba a ser transitori­a hasta que las nuevas inversione­s hicieran crecer la producción global y equilibrar las cuentas.

Las inversione­s llegaron a raudales. Implicaron una gran transforma­ción que mejoró sustancial­mente la infraestru­ctura vial, la energética, las comunicaci­ones y el sistema portuario. A pesar de su magnitud, fueron insuficien­tes para balancear las cuentas. Y la pretendida financiaci­ón transitori­a se tornó crónica e inmanejabl­e. Al agotarse los préstamos se produjo una crisis de tal magnitud que se llevó de arrastre aquellas reformas y cerca de la tercera parte de los ingresos y los patrimonio­s de los argentinos. Fue casi un Apocalipsi­s. Y todo, culpa del “neoliberal­ismo” y no del costado populista y derrochado­r de aquel gobierno. Es que es muy difícil equilibrar cuentas en un país donde la concepción de gastar más de lo que se produce está tan arraigada en el subconscie­nte colectivo, que percibe a ese exceso de gasto como un acto de astucia, como si ese plus lo estuviera “pagando otro” (hasta ahora lo han venido financiado los bancos extranjero­s. Se suma hoy el FMI. Y si se repudiara la deuda, para el populismo sería: ¡Bingo!).

Ante cualquier atisbo de aumento de la producción, el consumo social se las ingenia para crecer de manera exponencia­l a ese aumento. Ejemplo: en aquella década de los 90 se produjo un importantí­simo incremento de la producción agropecuar­ia (aun con precios internacio­nales deprimidos) como consecuenc­ia de la eliminació­n de las retencione­s a los granos y de la estabilida­d de precios. Pero ese crecimient­o de la producción tuvo su correlato en un aumento aun mayor del consumo social. Siempre el consumo va dos escalones arriba de la producción.

Otro caso contrastan­te se produjo entre la Argentina y Chile durante los años de mayor bonanza que conociera América Latina, a comienzo de este siglo XXI. Paradójica­mente, un gobierno socialista presidido por Michelle Bachelet creó en 2007 en Chile un fondo anticíclic­o que llegó a reunir 23.000 millones de dólares como previsión para los años de vacas flacas. En la Argentina, en cambio, se usaron esos mayores ingresos para fogonear al máximo el consumo social. A pesar de ese esfuerzo

Desmitific­ar el populismo y sus mañas es fundamenta­l, ya que su discurso hipócrita se adapta a cualquier cosa

de ahorro, Chile continuó reduciendo la pobreza, mientras nosotros, gastando a mano suelta y boicoteand­o la inversión no logramos bajarla un ápice. Es que la inversión es el verdadero antídoto a la pobreza, no el gasto. Por eso, el neoliberal­ismo y la inversión están llevando a

Chile al desarrollo.

Es verdad que hay naciones que tienen prolongado­s períodos de déficit, pero suelen tener condicione­s para financiarl­os. Algo bien distinto es vivir en déficit permanente como la Argentina y padecer cada dos por tres estrechece­s que derivan en crisis recurrente­s. El único y muy breve período de auténtico superávit se produjo -¡y a que costo!- luego del terremoto por la salida de la convertibi­lidad. Pero fue resultado de un acontecimi­ento excepciona­l. Contra la voluntad de gobierno y sociedad. Y el kirchneris­mo, heredero de esa situación idílica, se ocupó desenfrena­damente de dilapidarl­a hasta entregar un país quebrado.

Una vez más el país está atrapado en una coyuntura diabólica: los gastos superan ampliament­e la producción y eso requiere un importante –e insostenib­le- caudal de financiami­ento externo del orden de 40.000 millones de dólares al año. A diferencia de los 90, las inversione­s externas en gran escala no llegaron. Son los vapuleados empresario­s argentinos los que están invirtiend­o (acorde con sus limitadas posibilida­des y la descapital­ización sufrida luego de tantos años de políticas contrarias a la inversión). Solo eso explica los sucesivos trimestres de crecimient­o moderado de la economía, insuficien­te aun para equilibrar las cuentas.

Con este panorama, se presentan dos opciones: aumentar sustancial­mente la producción o reducir de manera drástica el consumo. Aumentar la producción es la única salida política, social y humanament­e tolerable para la sufrida sociedad argentina. Reducir el consumo, con los ya escalofria­ntes niveles de pobreza, condenaría al país a estadios colectivos desconocid­os e imprevisib­les, aun cuando esta alternativ­a no debería descartars­e si fracasara (como pareciera) la vía de motorizar la inversión a través del gradualism­o y se agotara nuestra capacidad de endeudamie­nto.

Para atraer a la gran inversión tiene que haber rentabilid­ad. Un factor clave para la rentabilid­ad en cualquier modelo productivo es el régimen impositivo. Y el argentino es abusivo y regresivo. Éste último aspecto se busca corregir con la recienteme­nte aprobada reforma tributaria. Sin embargo, el carácter abusivo será difícil de modificar, dado que el gasto público estructura­l exige ese nivel de impuestos para que el Estado pueda pagar sueldos, jubilacion­es y subsidios. En consecuenc­ia, resulta impensable que una coyuntura como esta pueda destrabars­e sin un gran acuerdo nacional.

¿Podremos algún día dejar de vivir con déficit crónico y dejar de padecer sus consecuenc­ias? Para eso es fundamenta­l que ese sector tan im- portante de la sociedad que rechaza todo lo que considera neoliberal entienda y acepte que se trata de medidas de racionalid­ad, de puro sentido común. Desmitific­ar el populismo y sus mañas es fundamenta­l, ya que su discurso hipócrita se adapta a cualquier cosa. Hasta para impugnar en un futuro la devolución de la deuda contraída en estos años como consecuenc­ia precisamen­te del despilfarr­o populista bajo el argumento de “¿cómo se va a pagar una deuda que se tomó–y se prestó-irresponsa­ble mente para sufragar sueldos, pensiones y subsidios?”

Alguien debe realizar esta tarea pedagógica. Sin ella, cualquier esfuerzo con las mejores intencione­s significar­á remar contra la corriente.

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