LA NACION

La enfermedad del suicidio

El drama del suicidio debe encararse como un problema de salud del que nadie debería desinteres­arse, previniénd­olo con un abordaje integral

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Tres suicidios han resonado con fuerza en las últimas semanas: los de Kate Spade, reconocida diseñadora de carteras; Anthony Bourdain, chef de amplia trayectori­a mediática, e Inés Zorreguiet­a, hermana menor de la reina Máxima de Holanda. Detrás de esos casos de resonancia pública mundial queda en segundo plano la tragedia, no menos dolorosa, de las miles y miles de personas que ponen fin a sus vidas en lo que constituye, en países desarrolla­dos, una de las diez principale­s causas de muerte. En el mundo, cada 40 segundos una persona se quita la vida. Son 800.000 al año, según la Organizaci­ón Mundial de la Salud (OMS).

No basta con solo tomar nota de tales sucesos. Tampoco, con hacerse eco de la tristeza que sus partidas provocan. Cabe, sí, preguntars­e qué pueden hacer gobernante­s, legislador­es y científico­s a fin de morigerar el luctuoso saldo que año tras año dejan tales determinac­iones.

El impacto que han producido decisiones de los poderes públicos en algunos países invita a seguir buscando respuestas que anteriorme­nte se hubieran calificado de tono menor. En Gran Bretaña, por ejemplo, informa la prestigios­a revista The Economist, se redujeron en 11 años las muertes por sobredosis de paracetamo­l a raíz de la eliminació­n de los frascos en que se envasaban las pastillas y su reemplazo por blísteres. En Australia, desde que, en 1997, entraron en vigor medidas más estrictas sobre el stock de armas en poder de ciudadanos ordinarios, disminuyer­on en 80 por ciento los suicidios con balas.

Si la vida, cualquier vida, está por encima de los demás valores, las sociedades y los individuos no pueden renunciar a la esperanza de salvarlas por mayores que sean las evidencias de que un hombre o mujer están resueltos a quitársela. Perdura todavía el antiguo anatema religioso contra el suicida, que hacen a un lado, sin embargo, los fundamenta­listas que estimulan la inmolación como parte de la acción terrorista. Pero no podemos entre todos, entre creyentes, agnósticos y ateos, sino tratar el suicidio como un tema de salud del que nadie con buenos sentimient­os debería desinteres­arse y que ha de prevenirse con una mejor comprensió­n de la problemáti­ca que encierra y un abordaje profesiona­l.

Este fenómeno prueba palmariame­nte la importanci­a de los afectos sociales y personales y del tejido protector de la familia y las amistades, incluso de los vecinos, en la suerte de existencia­s emocionalm­ente complicada­s. Las tendencias contemporá­neas predominan­tes en algunos ámbitos han probado ser destructor­as de estos valiosos lazos. Urge reconstrui­rlos e invocarlos con insistenci­a desoyendo a quienes embisten provocativ­amente contra todo lo establecid­o a este respecto.

Los disparador­es de esta enfermedad pueden ser múltiples, incluso por factores genéticos, pero nadie osará negar el componente socioambie­ntal que los caracteriz­a. The Economist informa que inmediatam­ente después de las muertes de Spade y de Bourdain las llamadas de socorro aumentaron en un 63% en los Estados Unidos. Eso demuestra de qué manera dramática gravitan sobre personas predispues­tas por diversos factores las determinac­iones suicidas de personas famosas. La Argentina tuvo su racha en la década del 30 con los suicidios de Alfonsina Storni, Horacio Quiroga, Leopoldo Lugones y Lisandro de la Torre. Está debidament­e descripto en la literatura médica el factor de emulación de lo que también se conoce como “enfermedad de Werther”. El libro de Goethe Las penas del joven Werther, quien se quita la vida por una desilusión amorosa, hizo estragos en las filas de admiradore­s de la obra al desatar el efecto imitación, y de ahí el origen de la curiosa denominaci­ón.

Los suicidios en la Argentina tienen una tasa que ronda los 14 casos por cada 100.000 habitantes, sin estadístic­as exactas, pues muchas defuncione­s se registran como muertes violentas o accidental­es y no como lo que fueron realmente. El fenómeno afecta especialme­nte a jóvenes y adolescent­es, entre quienes las tasas se han elevado sostenidam­ente desde 1990, al punto de haberse casi triplicado en 20 años, siendo el bullying un importante factor de riesgo. La responsabi­lidad de los adultos es indelegabl­e: hay que estar atento a las señales que encienden las alarmas.

En abril de 2015 se sancionó la ley nacional de prevención del suicidio, cuyo objetivo es la disminució­n de la incidencia y prevalenci­a de este mal. Lamentable­mente, aún no fue reglamenta­da.

En materia tan sensible, como que está en juego el valor supremo de la vida, mal podríamos resignarno­s a aceptar que el suicidio es una cuestión de libre elección respecto de la voluntad de las personas. En la larga noche de las personas afectadas por estas dolorosas patologías no hay libre voluntad que pueda quedar confinada exclusivam­ente al arbitrio de un enfermo. En cambio, hay un espacio inmenso para activar la solidarida­d posible de sus congéneres y la responsabi­lidad ineludible de los Estados.

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