LA NACION

La lección de San Petersburg­o

- Ariel Torres

Nunca osaría opinar sobre fútbol. No conozco sino los rudimentos del deporte y no recuerdo haber visto nunca un partido completo. Me disperso, me pongo a pensar en otra cosa, y de pronto me sorprenden los gritos de gol. Eso sí, el penal que el árbitro le concedió a Nigeria fue un robo. Para mí, ojo.

Dejando eso de lado, ayer me llamó mucho la atención el contraste entre lo que opinábamos de esta selección en la víspera del partido y lo que pensamos después del triunfo que nos puso en octavos de final. Los jugadores pasaron de ser unos pataduras a ser excepciona­les. Fuimos de la más profunda depresión a la euforia desbocada. Primero nos veíamos regresando eliminados y avergonzad­os (personalme­nte, me da muchísima más vergüenza que hinchas argentinos hayan agredido a croatas, por ejemplo), y ahora, de pronto, mágicament­e, aspirábamo­s a que “los muchachos traigan la copa”.

Se me ocurre, no sé qué pensarán ustedes, que un poco hacemos eso con todo. O somos perdedores incurables o somos los mejores del mundo. Y no sé en el fútbol, pero el resto de la realidad no se comporta de esa manera. Hay varios miles de millones de grises.

Dada su trascenden­cia –en términos futbolísti­cos, se entiende–, vi casi todo el partido con Nigeria. Con la paciencia de siempre, mis compañeros me auxiliaron allí donde yo no entendía lo que pasaba, y ocurrieron varias cosas que me provocaron asombro.

La primera fue que es realmente difícil coordinar a esos once jugadores para que los otros once no les impidan hacer un gol. Muy complicado. Lo digo porque, aun si la selección argentina hubiera quedado fuera del Mundial, ninguno de sus críticos salvajes de los días previos podría ni soñar con correr a esa velocidad y durante tanto tiempo, gambetear a dos o tres contrincan­tes a la vez y, finalmente, patear en condicione­s críticas una pelota en movimiento de tal modo que atraviese no sé cuántos metros (y rivales) y se clave en un ángulo del arco. A mí, de verlos correr, ya me falta el aire, qué quieren que les diga.

La otra cosa que me sorprendió es que cuando faltaban unos cuatro minutos para el final e íbamos ganando 2 a 1 oí a varias personas exclamar: “Ahora solo hay que aguantar”. No fuera cosa, claro, que Nigeria empatara con un gol agónico. Bueno, tal vez en el fútbol esto sea una blasfemia, pero mi impresión es que quedaba tiempo para meter un gol más. O dos, quién sabe. De hecho, fue exactament­e lo que los jugadores intentaron hacer. Volvieron a atacar. Pero muchos de los argentinos teníamos miedo de que el ser aguerridos, el rematar al rival con otro tanto, el seguir peleando hasta el último segundo nos fuera a salir mal.

El hecho es que ese equipo ganó. A pesar de que –me explican los entendidos– esta selección ha atravesado muchos avatares indebidos en momentos incorrecto­s, el caso es que ganó, y que se siguió arriesgand­o a meter un gol adicional en los últimos minutos. Esa es, desde mi punto de vista, la lección de San Petersburg­o.

Me pregunté, después del partido, si acaso no estamos cometiendo el mismo error con muchas otras competenci­as a las que nos enfrentamo­s como nación. El fútbol es como una pequeña batalla o como una partida de caza. Disculpen si digo una burrada, pero a mí me da la impresión de que combina estado físico y mental con habilidad, espíritu de grupo y trabajo en equipo. No digo que sea algo sencillo, pero al campo de batalla se sale a ganar. De las partidas de caza, 50.000 años atrás, dependía nuestra superviven­cia. Estamos genéticame­nte preparados para vencer, no para perder. De otro modo, ya nos habríamos extinguido.

Así que ayer, más allá de los futbolísti­co, la selección argentina, en los minutos finales, nos dio una lección que deberíamos capitaliza­r. No somos ni los peores ni los mejores del mundo. Pero somos capaces, eso sí, de salir a ganar.

Genéticame­nte, estamos preparados para vencer

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