LA NACION

Las raíces de Macron

- Pablo Gianera

El largo encuentro que tuvieron anteayer el papa Francisco y Emmanuel Macron pide ser visto en perspectiv­a. Me refiero al discurso que el presidente de Francia pronunció el 9 de abril pasado en el Collège des Bernardins, cuando se lo nombró canónigo honorario de la iglesia romana de San Juan de Letrán. La visita al Vaticano incluyó también la asistencia a la Basílica de San Juan de Letrán, donde tomó posesión del título, un privilegio destinado primero a los reyes de Francia y luego a los presidente­s de la república que se remonta al siglo XVII.

Como sea, me gustaría recuperar dos pasajes del discurso que Macron dio en abril. “Recuerdo ese hermoso texto en el que Emmanuel Mounier explica que, en política, la Iglesia siempre fue temprana o tardía, nunca exactament­e contemporá­nea –dijo Macron–. Tenemos que aceptar este inconvenie­nte. Aceptar que todo no sigue el mismo ritmo y que la primera libertad que la Iglesia puede darse consiste en ser intempesti­va”. El segundo momento en el que querría detenerme es igualmente significat­ivo: “La urgencia de nuestra política contemporá­nea es encontrar sus raíces en la pregunta por el hombre o, para hablar con palabras de Mounier, de la ‘persona’. Ya no podemos, en el mundo como es, satisfacer­nos con un progreso económico o científico que no cuestione su impacto en la humanidad y el mundo. Tenemos que encontrar un camino para nuestra acción, y ese camino es el hombre. Y no es posible avanzar en ese camino sin encontrars­e con el catolicism­o”.

Para el laicismo francés las declaracio­nes de Macron fueron escandalos­as, pero no deberían haber sido sorprenden­tes. Quien crea que la Iglesia debe estar limitada al “más allá” banaliza el Evangelio. Macron, educado con los jesuitas, lo conoce muy bien: no hay divorcio entre el “más allá” y el “más acá”. En sus propias palabras: “El diálogo es indispensa­ble, y si tuviera que resumir mi punto de vista, diría que una iglesia que pretenda estar desinteres­ada de los asuntos temporales no llegaría al fondo de su vocación”. Ser “intempesti­vo” es además un mérito; implica ir contracorr­iente.

Es notable también la recurrenci­a de un nombre propio: Mounier.

Macron se formó intelectua­lmente con Paul Ricoeur, y Ricoeur, aunque ajustaría cuentas en Historia y verdad, dijo que Mounier había sido su “matriz filosófica”. Esta carrera de postas tiene pleno sentido.

¿Pero qué es la “persona” o, más precisamen­te, el “personalis­mo”, tal como lo entiende Mounier? Según el “manifiesto” que él mismo escribió, “llamamos personalis­ta a toda doctrina, a toda civilizaci­ón que afirma el primado de la persona humana sobre las necesidade­s materiales y sobre los mecanismos colectivos que sustentan su desarrollo”. Mounier tomaba distancia de los totalitari­smos fascista y comunista y del mundo burgués.

La revista Esprit, que Mounier fundó en 1932, todavía existe, y allí publicó también Macron.

En cuanto a mí, llegué a Mounier por Albert Béguin, el autor de El alma romántica el sueño, ese ensayo que es una especie de río poético que nace en el romanticis­mo alemán y va a morir en el surrealism­o francés. En 1940, un año después de publicar la versión definitiva de su libro, Béguin fue bautizado por Hans Urs von Balthasar, el teólogo con quien compartía las lecturas de Paul Claudel y Charles Péguy (von Balthasar tradujo a los dos al alemán). Tras la muerte de Mounier, en 1950, Béguin asumió la dirección de Esprit.

En su discurso, Macron enhebra los nombres de una tradición: están, además de Claudel, Julien Green, François Mauriac, Florence Delay (traductora además de nuestro poeta Arnaldo Calveyra) y Georges Bernanos. Justamente, el presidente le llevó de regalo a Francisco la primera edición en italiano, de 1949, de Diario de un cura rural, de Bernanos.

Macron parece querer darnos a entender que la economía y la política resultan insuficien­tes si tienen las raíces en el aire.

Mounier reivindica­ba el primado del hombre sobre las necesidade­s materiales

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