Esos nervios de Alemania cuando las cosas no salen bien
BRONNITSY. – Abonados a la perfección, incluso sometidos por ella, los alemanes no soportan la imperfección. Y no porque todos sean perfectos ni lo pretendan –hay muchas y diferentes variantes del alemán–, sino porque la desconocen, porque la ven muy pocas veces cara a cara. Están acostumbrados a que la perfección los rodee, aunque ellos crean que sus notables trenes son poco confiables, aunque conviertan cualquier percance menor en un asunto mayor. Los imprevistos son, además, una forma de imperfección para el alemán. “¡Esto es inaceptable!” o “¡Esto es incomprensible!” son dos frases viscerales en la cuarta economía del mundo cuando las cosas no salen como allí se esperan o, simplemente, no estaban agendadas.
Inaceptable e incomprensible es lo que los alemanes sienten que le pasó ayer a su selección nacional, emblema de un país que tras ser una amenaza para el mundo canalizó su vigor hacia otras formas de influencia. El poder blando alemán pasa por sus exportaciones, por su liderazgo político y económico en Europa, por su cultura y, como no, por su fútbol. Si Suiza 1954 fue un Mundial redentor para un país que nueve años antes se rendía en la Segunda Guerra Mundial, Brasil 2014 había sido la coronación de la Alemania diferente. Así como España confirmó en 2010 que no quedaba nada de “La Furia”, los germanos demostraron en 2014 que muy lejos estaban ya los “panzers”. Y tuvo sentido que primero llegara la España de Vicente Del Bosque y luego la Alemania de Joachim Löw, porque la segunda se inspiró en la primera. “¡Lo que hacen es indescriptible!”, decía Löw en la antesala del Mundial de Brasil, derretido por el fútbol de toque y control de la pelota que en España proponían el Barcelona y la propia selección. Löw quería ser como los españoles, lo que no dejaba de ser curioso, porque él había sido mano derecha de un Jurgen Klinsmann que en 2006 comenzó a cambiar la imagen de una selección que había hecho un papelón en la Eurocopa 2004 hasta llevarla al tercer puesto en el Mundial en su casa. En aquel Mundial, España aún estaba dominada por sus demonios históricos y su nuevo fútbol no había nacido.
Doce años después de 2006, la Copa del Mundo ya no es lo que era. Rusia 2018 es una Copa del Mundo en la que los equipos chicos ignoran sus límites y los medianos se animan a ser grandes. Islandia, Suiza, Corea del Sur, México, Bélgica, Japón, Irán, Egipto, Marruecos… Todos dieron que hablar en algún momento del torneo por ir más allá de lo que se esperaba de ellos.
Alemania no, Alemania no necesita sorprender, porque lo suyo es apenas cumplir, confirmar de qué está hecha. Löw no había bajado de semifinales en dos Mundiales y tres Eurocopas dirigiendo a la “Mannschaft”, que en 18 Mundiales jugados llegó 13 veces al menos a semifinales y ocho veces a la final para ganar cuatro títulos.
La desestabilización del orden futbolístico alemán tenía que llegar, entonces, por otras vías. Lo hizo por la política, con la polémica desatada en mayo tras conocerse una foto en la que Mesut Özil e Ilkay Gündogan, dos jugadores nacidos en Alemania, pero de ascendencia turca, aparecen con Recep Tayyip Erdogan, el presidente de Turquía. “Nuestro presidente”, dijeron los futbolistas. Aquello generó sarpullidos y hasta una reunión de los dos jugadores con Frank-Walter Steinmaier, jefe de Estado alemán, para asegurarle que su presidente era él y no Erdogan. “Bild”, el mayor diario sensacionalista de Europa, siguió explotando el tema por semanas en una selección que llegó a Rusia lejos de su pico y ya en descenso. Y ayer, a la misma hora en que Corea del Sur eliminaba a Alemania, la oposición citó al ministro del Interior al Bundestag para hablar de la crisis migratoria. Impensable en la mayoría de los países, donde el fútbol condiciona todo, pero no en Alemania, que tras la caída ya sabe cómo seguir: Löw se mantendrá en el cargo hasta 2022. Sería propio de imperfectos echarlo.