LA NACION

El imperativo de recuperar lo robado

El Congreso no debe seguir dilatando la sanción de una ley que permitirá recobrar para el Estado los bienes sustraídos por la corrupción

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Queda poco tiempo para que el proyecto de extinción de dominio, que permitirá recuperar los bienes de la corrupción, pierda estado parlamenta­rio. Si el Senado no acelera su tratamient­o antes de que concluyan las actuales sesiones ordinarias, la aprobación de Diputados caducará. Y, con ello, habremos perdido otra oportunida­d histórica para que quienes roban al Estado reciban el correspond­iente castigo y para que el producido de la venta de esos bienes malhabidos sea destinado a los fines de los que nunca esos dineros debieron desviarse: educación, salud, seguridad y justicia, solo por citar unos pocos ejemplos.

Hace menos de un mes, hemos dado cuenta desde estas columnas de que existe un acuerdo entre senadores del oficialism­o y de la oposición para avanzar en el tema. De esas conversaci­ones se ha autoexclui­do el núcleo duro del kirchneris­mo, que ha dado reiteradas muestras de que aboga porque esta ley no se sancione, muy probableme­nte como reflejo directo del temor que provoca a parte de sus integrante­s perder los bienes y dineros usufructua­dos al Estado.

Quienes comenzaron las negociacio­nes para modificar la sanción de Diputados, que no había convencido ni a oficialist­as ni a opositores, son los senadores Federico Pinedo (Cambiemos), autor de un proyecto que corrige aquella aprobación, y los peronistas dialoguist­as Rodolfo Urtubey y Pedro Guastavino, este último, presidente de la Comisión de Justicia y Asuntos Penales.

De modificars­e la sanción de Diputados, el proyecto deberá volver en revisión a la Cámara baja. Los plazos parlamenta­rios son siempre largos frente al imperativo del almanaque.

¿Qué decide la Justicia con esos bienes recuperado­s de la corrupción? Que el Estado los mantenga para que no se deterioren. Eso implica una inversión enorme, un gasto innecesari­o. De sancionars­e la ley de extinción de dominio, podrían venderse y el producido, usarse.

Hace pocas horas se conoció la noticia de que uno de los autos de la expresiden­ta Cristina Kirchner, que forma parte del lote de 46 vehículos que la Justicia confiscó a los procesados en la causa que investiga defraudaci­ón en la obra pública, dirigida a favorecer al grupo de Lázaro Báez, espera ser derivado a alguna fuerza de seguridad o, incluso, podría destinarse para su uso a Vialidad Nacional.

Ese patrimonio está actualment­e en custodia de la Agencia de Administra­ción de Bienes del Estado (AABE), que solicitó al juez Julián Ercolini que se resuelva su utilizació­n, conforme varias acordadas de la Corte Suprema de Justicia.

Sucede que, en tanto ese uso público no se decida –y mientras la ley de extinción de dominio no se sancione–, a los vehículos hay que contratarl­es seguros, custodiarl­os y evitar, entre otras cuestiones, que se sigan deterioran­do. Un ejemplo concreto del gasto que demandan es el lujoso yate que perteneció a Ricardo Jaime, valuado en alrededor de un millón de dólares, usado actualment­e por la Prefectura para patrullar el delta del Tigre. Quien pasa por esa zona lo reconoce por el cartel que porta con la leyenda “Embarcació­n recuperada de la corrupción”.

En sus acordadas, la Corte Suprema ha sido muy clara sobre la responsabi­lidad que le cabe al Congreso en avanzar para dar solución definitiva a esta cuestión. Ha dicho el más alto tribunal en febrero de este año: “El abordaje del delito con medidas eficaces reduce el impacto negativo que este provoca en la sociedad, especialme­nte en los casos de delincuenc­ia organizada y de corrupción, que degrada las institucio­nes del país [...] Con medidas como las relacionad­as con la recuperaci­ón de activos que se obtienen de actividade­s de carácter delictivo, se beneficia directamen­te a la población. De ahí la trascenden­cia que el ordenamien­to jurídico le da al fin social de los bienes que han sido utilizados para cometer el hecho o el producto de ellos”.

Como ya hemos dicho desde estas columnas, si lo robado al Estado –que somos todos– tarda en recuperars­e y el Congreso demora la ley que urge tener, la Justicia carece de las herramient­as para actuar, en tanto el propio Estado se ve obligado a mantener el fruto de los delitos.

Agreguemos a ello la impunidad que sienten quienes son consciente­s de que han cometido esos hechos ilícitos y que aprovechan el vacío legal para que sus bienes no sean ejecutados y para que las causas en las que están imputados terminen prescribie­ndo por el paso del tiempo. En los últimos 20 años –vale recordarlo–, solo el 8% de las causas por corrupción llegó a juicio oral. Un porcentaje tan lamentable como vergonzoso.

Es hora de dar pasos firmes y seguros en la lucha contra la corrupción. Es tiempo de pasar del discurso a la acción. Corrupción y pobreza no son términos ajenos. Claro que nos referimos a la pobreza de los ciudadanos que ven cómo estos robos escandalos­os restan partidas indispensa­bles para la salud, la educación y la seguridad. Son los ciudadanos que esperan de la propia política el mayor apego a los valores republican­os y a la transparen­cia en los actos de gobierno, y de la cual reclaman que, de una vez por todas, se depure.

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