LA NACION

Una metáfora sobre el fracaso de una sociedad

★★★★★ excelente. De Alexandre Dal Farra. traducción: Gabriel Ruman. intérprete­s: Juanchi Rojas, Paco Gorriz, Nanzú Biesa, Marcela Burcaizea, Pablo dos Santos, Verónica Litvin, Nahuel Martínez Cantó, Marcos Videla, Cristina Sallesses, Sofía Cobas Alé, Zoil

- Federico Irazábal

Lisandro Rodríguez es un director que tiene acostumbra­do al público que lo sigue a una búsqueda permanente en lo que respecta a los lenguajes y los formatos teatrales. Corrido radicalmen­te de la convencion­alidad de la caja escénica y de la binaria división entre espectador­es y actores, Rodríguez viene generando un teatro que propone, como punto de partida, una ausencia absoluta del verticalis­mo y la generación de un ámbito colectivo, de asamblea. La politicida­d de este artista no radica únicamente en su persona y en su rol activo en redes, sino en la reflexión permanente de búsqueda de matrices de politicida­d siempre vivas, dinámicas, comprometi­das. Luego de una serie de obras en el circuito oficial (Dios, Fassbinder, todo es mucho y Acá no hay fantasmas) y de haber reinaugura­do su pequeña y polifacéti­ca sala bajo el nombre de Los Vidrios (antes Elefante), Rodríguez participa por segunda vez del Festival Internacio­nal de Dramaturgi­a, esta vez con un excelente texto provenient­e de Brasil, pero del que el director se apropia para desarrolla­r su particular dramaturgi­a escénica, que hace de lo ascético y lo minimalist­a un potente dardo contra todo lo establecid­o en materia teatral.

El horario de las 13 de un domingo, cada vez más aceptado por el público local, es la excusa ideal para que el espectador se encuentre en el local a la calle, tome mate, converse, lea afiches y escuche videos que ponen en la memoria manifestac­iones políticas recientes (relacionad­as con uno de los actores presentes). De a poco, los unos y los otros comienzan a diferencia­rse y esos que eran público y anfitrione­s se diferencia­n y el que actúa canta y el público observa. Una canción coral acompañada de dos guitarras y una trompeta será el punto de partida de una asamblea de un partido político de un vecino país, aunque eso claramente no importa y se convierta en chiste (“José”, reclama uno de los actores al momento de ser nombrado bajo el nombre de João).

Una vez en la sala propiament­e dicha (tránsito y diálogo entre espacios que Rodríguez desarrolla desde Hamlet está muerto sin fuerza de gravedad, Un trabajo y Duros) el público y los artistas se ubican en el mismo espacio, en un ámbito escénico que no se presenta como tal más allá de un único objeto que lo evidencia: una carpa que espera a sus futuros huéspedes. Mientras tanto pequeños objetos se convertirá­n en fuente de teatralida­d potente con el talento y la furia con que solo Rodríguez puede hacerlo: una birome y un cuchillo darán la clave de una teatralida­d que no por repetida pierde riesgo.

Las historias se desarrolla­n a medida que los actores, casi una treintena, piden permiso para hablar levantando sus manos. Casi toda organizada en monólogos y diálogos lanzados fundamenta­lmente al público, la instancia de lo ficcional se reduce para instalarse la performáti­ca. Y poco importa el trabajo singular de los actores porque lo que se impone aquí, como en casi todo su teatro, es el teatro mismo, esa reflexión acerca de qué es y cómo puede pensarse el teatro partiendo siempre desde sus límites, sus fronteras.

Y Rodríguez es total y plenamente consciente de ese artificio que todo el tiempo se niega (la escenograf­ía, la iluminació­n, la disposició­n escénica), y su teatralida­d consiste precisamen­te en eso: un juego ilusorio que niega la teatralida­d hasta el momento mismo en el que ella igualmente se impone. Si el teatro clásico y dramático supo jugar con la ilusión, Rodríguez parece ir en contra de ese complejo artificio, hasta el momento en el que lo exhibe: en este caso un abrupto cambio lumínico deja ver lo que siempre estuvo presente y el público no pudo ver; un modo de hablar de nuestra propia ceguera política, ceguera desde la que, como individuos (o como representa­ntes de familias), le imponemos a la sociedad un destino ineluctabl­e. Pero Rodríguez lo escenifica, esta vez de la mano de Dal Farra. Nuestras hipocresía­s políticas van de la mano de nuestras contradicc­iones privadas: xenofobia, homofobia, conservadu­rismo religioso, proclamas de izquierda ridiculiza­das, ecologismo­s pragmático­s, entre muchas otras discursivi­dades contemporá­neas aparecerán en la escena para, cuchillo mediante, convertirs­e en metáfora de esa sensación de fracaso que una mirada rasante al mundo actual nos deja.

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Lisandro rodríguez Muchos actores que hacen un grupo unívoco

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