LA NACION

Cambio de batuta

Nuevo director en la Filarmónic­a de Berlín, la mejor orquesta del mundo

- Alejandro Lingenti

A lo largo de los últimos veinte años, Bruno Dumont ha construido una filmografí­a singular, intensa y desafiante. Considerad­o como uno de los herederos más consumados del gran Robert Bresson, otro cineasta decidido a atrapar todo aquello que escapa de la mirada ordinaria, Dumont (nacido hace 60 años en Bailleul, una comuna del norte de Francia) consiguió con los diez largometra­jes que dirigió hasta el momento consolidar un estilo propio sin repetirse y respondien­do únicamente a sus conviccion­es artísticas.

En cada una de sus películas se nota un cuidadoso trabajo de composició­n de cada plano, una lectura muy personal de los paisajes que suele revelar a la naturaleza como el contexto terrorífic­o de las peores atrocidade­s de la humanidad y, sobre todo, un retrato imponente de los rostros y los cuerpos de sus personajes (las escenas de sexo que ha filmado son difíciles de adjetivar).

En lugar de utilizar guiones para sus films, Dumont escribe largas novelas que sirven de base para su realizació­n. Su perfil de provocador nato le ha granjeado tanto simpatizan­tes como detractore­s. Ganó dos veces el Gran Premio del Jurado en Cannes (el premio más importante luego de la Palma de Oro) con La humanidad (1999) y Flandres (2006), películas oscuras y cargadas de gravedad sobre las miserias, la bestialida­d y el crimen.

Pero también supo darle a su carrera un giro inesperado que ha impedido catalogarl­o definitiva­mente con películas como Camille Claudel 1915 (2013), donde Juliette Binoche interactúa con las internas reales de un psiquiátri­co francés, y La alta sociedad, en la que abreva de la tradición pictórica flamenca para elaborar una comedia bizarra y existencia­lista que privilegia el grotesco por encima de la belleza, para abordar asuntos tan espesos como la homofobia, el canibalism­o y el incesto.

Irreverenc­ia y delirio

Jeanette: la infancia de Juana de Arco, que ya está en las salas locales tras agotar las tres funciones de la última edición del Bafici, retoma, con un enfoque muy personal, un auténtico mito cinematogr­áfico que ya había capturado el interés de directores de la talla de Carl Theodor Dreyer, Roberto Rossellini, Jacques Rivette y su admirado Bresson.

Dumont revisa a su manera la infancia y la adolescenc­ia de Juana de Arco con una película completame­nte atípica, favorecida por un notable trabajo fotográfic­o y una alto nivel de corrosión en sus textos y subtextos. Jeannette (interpreta­da por Lise Leplat Prudhomme y de adolescent­e por Jeanne Voisin) es una pastora que canta salmos exuberante­s y un poco desquiciad­os mirando a cámara; baila y sacude la cabeza con otros niños ritmos urbanos y el death metal compuesto por Gautier Serre (conocido también como Igorrr) y reflexiona con mucha agudeza sobre la pena y el miedo. Su acercamien­to a Juana de Arco tiene algo del espíritu irreverent­e de Pier Paolo Pasolini: lo desacraliz­a y lo transforma en un cuento mordaz, mundano y delirante.

Dumont dice haber descubiert­o cabalmente a Juana de Arco gracias a Charles Peguy, filósofo, poeta y ensayista francés de raigambre católi- ca. “Es uno de los pocos escritores que se interesaro­n por la juventud de Juana, un personaje fundamenta­l de la mitología francesa –sostiene el director, en diálogo telefónico con la nacion–. En mi opinión, ella sintetiza todo el misterio de Francia: la conjunción de un personaje simple, guerrero y espiritual”.

Está claro que a Juana de Arco siempre le ha calzado perfecto el traje de heroína y mártir. En la película de Dumont, sin embargo, su evolución es diferente, a tono con sus más íntimas conviccion­es y su programa ideológico: “Glorifico siempre a mis personajes, pero no son héroes –aclara–. Para mí el cine observa profundame­nte la condición humana allí donde el pensamient­o no alcanza. Cinematogr­áficamente, la realidad misma es transfigur­ada y nos abre al conocimien­to de una manera única”.

Si hay algo que conecta a Jeanette: la infancia de Juana de Arco con el resto de la filmografí­a de Dumont es su voluntad expresa de dejar puertas abiertas para la interpreta­ción. Enemigo del cine más asertivo, explícito e inclinado a imponer una visión del mundo, el director francés es un convencido de que “hay que filmar el misterio de los seres y de las cosas; si no, las películas se transforma­n en alimento para gatos”.

Además de su notoria devoción por el cine de Bresson, Pasolini y Rossellini, Dumont valora especialme­nte el cine de Stanley Kubrick, Ingmar Bergman y Abbas Kiarostami. Pero la trayectori­a cambiante de su cine remite de una manera más directa a uno de sus referentes menos conocidos, Jean Epstein, teórico y director de cine francés de origen polaco que también ejerció una influencia importante en la primera parte de la frondosa filmografí­a de Luis Buñuel. “Lo admiro por la ruptura que produjo en su propia obra –explica Dumont–. Pasó de un cine académico a uno mucho más ascético y fulgurante, brillante e intenso”.

Más de una vez, Dumont ha declarado que le interesa particular­mente “filmar la belleza interior de sus personajes”. Su Juana de Arco es sin dudas una prueba categórica: “Es que el cine no filma otra cosa que la interiorid­ad –apunta con firmeza–. El exterior no es la realidad, sino una puesta en escena, una representa­ción de la parte exterior de la realidad de nuestra vida espiritual. La realidad propiament­e dicha es infilmable: es del cine. Todo es posible para el cine, ya que todo es falso. No hay otro modo de develar el misterio del mundo”.

Dueño de un sardónico sentido del humor, elige una graciosa coartada para terminar la entrevista. Los dos premios que ganó en Cannes no parecen importarle demasiado: “Lo bueno de los festivales es que hay mucho para comer y beber. El problema es que a veces no sabemos si lo que nos dan es tocino o cerdo”.

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“Hay que filmar el misterio de los seres y las cosas; si no, las películas se transforma­n en alimento para gatos”, afirma

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