LA NACION

Éxito y fracaso en la Copa del Mundo

- Por Héctor M. Guyot

Mascherano podría haberse ahorrado el abrazo dentro del área que precipitó el penal con el que casi nos despedimos de la Copa del Mundo. No había necesidad. ¿Para qué desafiar, sin razones, el imprevisib­le criterio del árbitro? Lo salvó del remordimie­nto eterno el gol de Marcos Rojo, que cinco minutos antes del final llevó a un país entero de la agonía al éxtasis. En medio de la euforia, el viejo trotador de medios campos ofreció a la prensa una frase sabia: “No siempre es bueno depender de los milagros”.

Eso fue lo que pasó el martes en Rusia. Sobre la hora, nos salvó un milagro. Un milagro al que los argentinos se habían encomendad­o en silencio, apretando cada vez más los dientes a medida que se iban los minutos, con una fe colectiva que rara vez depositamo­s en otras causas. Pero la fe, que mueve montañas, no habría alcanzado sin embargo para contrarres­tar el desmadre de la entidad que había puesto a esos jugadores en la cancha. Hubo algo más y ocurrió en San Petersburg­o. Porque a los milagros hay que ayudarlos. El gol de Rojo llegó porque esta vez los once fueron para adelante y no tiraron la toalla ni siquiera cuando todo parecía perdido. Por primera vez en Rusia, les bajó el alma al cuerpo.

Venían de andar como fantasmas, de devolverse la pelota en una calesita inútil y suicida, de mostrar una pasividad incomprens­ible, y los queríamos ver luchando por el triunfo, encarando el partido, transpiran­do la camiseta. Entregándo­se y jugándose enteros, como cualquiera que sale a la cancha y se respete. Contra todos los pronóstico­s, en ese partido lo hicieron. Y por eso merecían salir de ese empate absurdo que nos dejaba afuera. De allí la reacción que produjo el gol que cambió el curso de las cosas. Además de gritar goles, la gente necesita volver a creer en la justicia del cosmos. El festejo epifánico que recorrió el país fue, también, una reconcilia­ción con los dioses. Los nuestros habían sembrado y cosecharon. Seguía la fiesta.

Así como en la vida, no siempre hay justicia en el fútbol. Unos minutos antes de que el ubicuo Rojo la embocara con precisión y sencillez, un nigeriano quedó solo frente al debutante Armani. Por un momento el tiempo se detuvo, los corazones dejaron de latir y la moneda giró en el aire. Las gacelas negras habían puesto lo suyo y el partido bien podía ser de ellos. Se fueron de la cancha con una tristeza infinita, porque unos diez minutos antes del pitazo final habían arañado la gloria, pero con la frente bien alta y la dignidad intacta. Eso mismo hubiera ocurrido con los jugadores argentinos si Armani no achicaba como lo hizo y la pelota se colaba entre sus piernas para acabar en la red. Pero la moneda, al final, cayó de nuestro lado.

¿Tan fina es la línea que divide el éxito del fracaso? ¿Dependemos de esa moneda que gira en el aire? Temo que sí. En el deporte, como en la vida, se gana y se pierde. Y muchas veces por capricho de los dioses, es decir, más allá de los méritos que hayamos hecho. El problema surge cuando ganar se convierte en un valor absoluto y no sabemos ver el revés de la trama, esa otra historia que se teje por debajo de la más obvia. Porque, convengamo­s, hay triunfos que en verdad son fracasos, así como hay derrotas de las que podemos sentirnos orgullosos. Perder es no dar todo. Entregarse sin lucha. En ese sentido, el partido lo jugamos contra nosotros mismos.

Creo que por eso grité el gol de Rojo junto con la tribuna de San Petersburg­o, tan colmada de argentinos que el FMI habrá pensado que la crisis

Perder es no dar todo. Entregarse sin lucha. En ese sentido, el partido lo jugamos contra nosotros mismos

es puro cuento. Ese gol coronó un partido en el que los jugadores argentinos se sacudieron de encima el lastre de una dirigencia densa y oscura que teje sus negocios a la sombra, de un entrenador que no supo asumir la responsabi­lidad que le toca y hasta de las expectativ­as de una sociedad que, acaso en una muestra de su fragilidad emocional, deposita demasiadas cosas en un resultado deportivo. En el momento de la verdad, eran ellos once y nada más. Y jugaron contra ellos mismos, contra ese bloqueo que los tuvo atenazados en los dos primeros partidos y más allá también, porque desde hace mucho esta selección es la promesa de un fútbol que siempre está por llegar y nunca llega. El martes en cambio sacaron esas reservas que venían mezquinand­o. Su entrega hizo posible el milagro.

Para ahora, contra Francia, no pido más que eso. La entrega. Sé muy bien que poner todo no garantiza el resultado. Lo único que garantiza es que, pase lo que pase, te irás de la cancha habiendo cumplido con tu trabajo. Del milagro se ocupan los dioses. Si se les antoja. Que así sea.

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