LA NACION

Una crónica gastronómi­ca de Shangai

- Luciana Mantero

Forman parte de una escuela privada bastante progre de la ciudad de Buenos Aires. Ese año había entrado a la sala de cinco una familia de dos mamás con su hijo varón (nacido por donación de espermatoz­oides). Fue de las primeras en la escuela. Por eso desde entonces la institució­n dejó de mandar la lista de teléfonos de cada grado con los nombres de los padres y madres, y se eliminó el clásico regalo para el Día del Padre o de la Madre, que derivó en el de la “persona especial”, por mencionar los cambios más visibles.

Pero la cuestión del campamento de papás con hijos e hijas, una actividad que organizan tradiciona­lmente las familias por su cuenta desde los últimos años de jardín, no había entrado en los planes de nadie. El runrún empezó a mitad de año. ¿Qué hacer con esta nueva familia que rompía los esquemas tradiciona­les? La organizaci­ón empezó en el chat de madres. Alguien preguntó por la fecha, se empezaron a barajar opciones, hasta que una de las dos mamás quiso saber de qué se trataba la actividad, quién la organizaba. Las respuestas eran escuetas; el clima virtual, incómodo. Una de las dos mamás dijo entonces que bueno, que si era exclusivam­ente de papás, iba a ver la posibilida­d de que su hijo fuera con un tío. Lo dijo –o al menos así lo entendiero­n varias– “con buena onda”.

Como era una cuestión de los hombres, todas decidieron que lo resolviera­n ellos. Pero en el chat de padres no estaban las dos mamás. ¿Qué hacer? Uno de los administra­dores incluyó a una de ellas, pero a varios les resultó “fuera de lugar” para un espacio de códigos varoniles, casi adolescent­es, donde circulan videos subidos de tono, chistes políticame­nte incorrecto­s; a la semana armaron un chat paralelo. Se decidió crear un grupo nuevo llamado Campamento, en el que fueron incluidas las dos.

Después llegó una reunión de padres. Cuando estaba terminando el encuentro, una de las dos mamás planteó estar algo molesta porque se había organizado una actividad y ella no sabía de qué manera hacer que su hijo participe, que no se sienta afuera. Al final propuso que fuera un campamento de familia. Varias madres replicaron que no les divertía, que la idea era que los padres se hicieran cargo y las madres descansara­n. “¿El nene no tenía un tío para acompañarl­o?”, preguntó una. Otra lanzó que ella estaba separada y que de ninguna manera estaba dispuesta a ir a un campamento a compartir carpa y fogón con su exmarido. Alguien propuso suspenderl­o. La mayoría se opuso, pues era una linda tradición. No lo iban a dejar de hacer porque un niño no podía.

El colegio bajó línea a través de un mail: “Nos permitimos sugerirles que la convocator­ia se amplíe para que todos puedan concurrir sintiéndos­e a gusto con algún miembro de la familia”. Muchos se sintieron acusados de discrimina­r y se ofendieron.

El tema sacaba chispas en los grupitos de Whatsapp: ellas son dos mujeres grandes que tomaron una decisión que implica consecuenc­ias (…) Chicas tenemos que ser inclusivas, darle un trato especial (…) Lo tendrías que haber pensado cuando decidiste tener un hijo con otra mujer (…)

En el chat Campamento todo era políticame­nte correcto. En el de padres se lanzaban los chistes más obscenos y ofensivos. Pero nadie se indignaba. Finalmente una de las dos madres dijo que iba a ir ella, que se sentía más cómoda así. Pero el día del campamento apareció el tío. Al año siguiente, el nene no volvió al campamento.

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