LA NACION

Otra forma de volver a casa

- Diana Fernández Irusta

Aveces me ocurre: se hace largo el regreso a casa, arriba del auto, atravesand­o una Buenos Aires cada vez más intransita­ble. La música ayuda. Las palabras, también. En eso estaba el viernes pasado, tecleando en el dial, a la pesca de alguna voz que hiciera más llevadera la vuelta –tanto tránsito afuera, tanto cansancio por dentro–, cuando me encontré con El zorro y el erizo, el programa que Alejandro Katz conduce por Radio nacional. Y no fue solo escuchar las voces de Katz y de Alejandro Schuster, que lo secundaba esa noche, sino también oír, a través de ellos, las de viejos compañeros de ruta que tenía un poco olvidados. Esa noche, vaya a saberse por qué, la emisión estaba dedicada a la poesía española del siglo XX “y un poco del siglo XXI”. Y fue un lujo encarar la Lugones y luego la 9 de julio, Independen­cia y demás acompañada por el eco de Hernández, Zelaya, Machado, Lorca.

Hubo algo de viaje en el tiempo. de recordar cómo, en algún preciso momento de la adolescenc­ia, algunos de esos poemas me hicieron entender, más bien instintiva­mente y por fuera de toda teoría, de qué se trataba la literatura. o, en todo caso, cuán tremendame­nte sanador puede llegar a ser el poder de una palabra. Y cuán musical. Y cuán luminoso, devastador, misterioso, empático.

Al día siguiente, me sorprendí revolviend­o estantes. ¿Qué fue de aquel Cd de Paco Ibáñez, del poema de Goytisolo –sí, “Palabras para Julia”– que me estrujaba y curaba el corazón, todo al mismo tiempo? ¿Y el Romancero gitano, con sus lunas y yunques y “estrellas de escarcha”? ¿Y la Antología de Machado, el hombre de los días azules, los soles de infancia? nada. Muy poco. Libros que, en gran parte, quedaron del otro lado de mudanzas, separacion­es, la vida.

Lo que sí encontré fue una suerte de librito-objeto, un souvenir que compré en el Museo Reina Sofía de Madrid y que había quedado un poco perdido y olvidado. dibujos como poemas, colección Cuaderno postal: una delgada cajita de cartón que contenía un libro, unas cuantas postales, un afiche plegado. En cada postal, un dibujo de Federico García Lorca. En el librito, un ensayo de Andrés Soria olmedo sobre el arte contenido en esos trazos. “Los dibujos son una extensión de su escritura –se lee allí–. Penetran el centro de la inocencia, del deseo, de la melancolía, de la tragedia y del gozo alegre del mundo con una simplicida­d, una capacidad de condensaci­ón y una agudeza que aprovecha la experienci­a de las vanguardia­s y su capacidad selectiva ante la tradición”.

Miro las postales. delicados surcos de tinta china y lápices de colores. Arlequines de ojos desmesurad­os y tristes. Lunas, peces, mujeres con mantillas de trama estilizada, intrigante­s soles oscuros, lunas con sombrero. Huellas de un modernismo sensible, onírico. Líneas simples, motivos solo en apariencia inocentes. En su mayoría, testimonio de los dibujos que el poeta realizaba en hojas de papel sueltas y luego regalaba a sus amigos. Creo recordar haber visto uno muy parecido durante una visita a la habitación que Lorca ocupó en el Hotel Castelar, aquí, en Buenos Aires. Me detengo en otro que altera la selección más bien plácida del Cuaderno postal: son dos manos amputadas, discretas gotitas cayendo de una y la otra, una enigmática raíz escoltándo­las.

En esa pequeña maravilla que es El nervio óptico, María Gainza asocia la experienci­a estética con algo muy parecido al enamoramie­nto: un violento latido del corazón, cierto mareo, un repentino vértigo. “En la distancia que va de algo que te parece lindo a algo que te cautiva se juega todo en el arte –escribe– y las variables que modifican esa percepción pueden y suelen ser las más nimias”. Vuelvo a mirar las postales de Lorca. Me gustan, me inquietan. Pero nada es comparable con la música filosa de sus palabras. “Eran las cinco en sombra de la tarde…”. Y cuántos modos que hay de regresar a casa.

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