LA NACION

Para el tribunal, prevaleció la explicació­n más sencilla del hecho: la primera

- Fernando Rodríguez

En una investigac­ión criminal, muchas veces se cumple el postulado básico expresado hace casi ocho siglos por el fraile franciscan­o y filósofo Guillermo de Ockham: “En igualdad de condicione­s, la explicació­n más sencilla suele ser la más probable”. Eso encaja como un guante en lo que ocurrió en Gualeguayc­hú, donde un tribunal condenó a Nahir Galarza por el homicidio de Fernando Pastorizzo en un contexto que solo puede entenderse en la certeza de que los unía una relación sentimenta­l.

Es el meollo del fallo: el vínculo era la carta decisiva. Su inexistenc­ia –postulada por la defensa– quitaba un agravante a la acusación e incluso, en caso de un veredicto condenator­io, abría la posibilida­d de una pena fuerte, aunque no abrumadora. En cambio, la verificaci­ón de la relación –que el tribunal dio por probada– selló el peor de los destinos para Nahir: para ella, la única pena posible fue la máxima prevista en el Código Penal, la prisión perpetua, sin posibilida­d de salidas anticipada­s, según la ley vigente.

¿Por qué se cumple en este caso el principio conocido como “navaja de Ockham”? Porque casi desde el primer minuto se dio como un hecho que Nahir y Fernando tenían una relación de la que él, muy reexplicac­ión había resuelto salirse definitiva­mente; porque la muerte, producto de dos tiros efectuados a quemarropa, fue causada por la chica, de madrugada y en una calle de tierra desolada; porque ella, en lugar de quedarse en el lugar de la tragedia junto a la víctima, volvió a su casa, dejó la pistola de su padre de nuevo sobre la heladera de la cocina, y se fue a su cuarto a esperar... mientras su exnovio se moría.

En esas primeras horas ya sobresalía una hipótesis a la que no le aparecían grietas: en el contexto de una tortuosa relación signada por la posesivida­d y los celos, Nahir segó la vida de Fernando con el arma de su padre, policía en actividad.

A partir de esos datos la defensa comenzó a construir una estrategia de varios capítulos. Debía intentar diluir el vínculo entre Nahir y Fernando, y al mismo tiempo, y aunque parezca una contradicc­ión, instalar la hipótesis de que era ella, en realidad, la víctima de la violencia del joven.

Luego, debía instalar como un hecho verosímil que quien había tomado de la casa de los Galarza la pistola reglamenta­ria del padre de Nahir había sido Pastorizzo y no la chica; eso daría pie a la defensa, en un segundo movimiento, para construir un relato en el que los disparos se hubiesen producido accidental­mente al querer ella sacarle a Fernando la pistola del bolsillo.

En definitiva, tenían que partir de datos conocidos para llegar a una contraria a la de los acusadores de Nahir y debían, también, introducir otros elementos incidental­es para hacer crecer un escenario de duda capaz de agrietar aquellas primeras certezas.

La hora de las evidencias

El principio de la navaja de Ockham, así como postula que la explicació­n más simple y suficiente es la más probable, exige que prevalecer­á aquella posición que cuente con mayores evidencias, aun cuando fuese la teoría más compleja.

La defensa procuró construir la hipótesis de los disparos accidental­es. Para eso contó con los testimonio­s de compañeros de armas del padre de Nahir, quienes afirmaron en el juicio que Marcelo Galarza siempre dejaba su pistola reglamenta­ria sin seguro colocado y con una bala en la recámara, presta para su uso; un arma que, en definitiva, podría descontrol­arse en manos de alguien no idóneo en su manejo. Tamaña irresponsa­bilidad de parte de un policía y padre de familia –para quien dejar el arma lejos del alcance de terceros debería ser un dogma– resultaba útil a los intereses de la defensa.

Pero los peritos balísticos y forenses destruyero­n esa postura. El primer tiro fue a quemarropa, por la espalda. El segundo, de frente y a una distancia de entre 20 y 50 centímetro­s. No fueron un “accidente”.

La hipótesis de la violencia de género como trampolín de las circientem­ente, cunstancia­s y acciones que precipitar­on el crimen también fue objeto de la construcci­ón de la posición de la defensa. No solo era útil a la hora de buscar un atenuante: también debía servir para desacredit­ar la postura de la fiscalía y de la querella, que a partir de testimonio­s y de mensajes de texto de celulares pretendía dar por hecho que era Fernando quien sufría la ira y la violencia física de Nahir, y no al revés.

La defensa nunca pudo probar fehaciente­mente que marcas de lesiones que la chica dijo tener en su entrepiern­a fueran fruto de la violencia de Pastorizzo. Y las afirmacion­es de la psicóloga de parte, que sostuvo que Nahir era víctima de violencia de género y sufría un cuadro de trastorno psicológic­o grave capaz de desembocar en un brote psicótico –lo que, según su criterio, se habría producido exactament­e en el momento del hecho–, chocaron con los postulados del perito psiquiatra oficial que entrevistó a la acusada tres veces con posteriori­dad al homicidio.

Este profesiona­l dijo que la chica “no presentó alteracion­es en la memoria, manifestó siempre conciencia total de sí misma y de la situación. No presentó trastornos, discernía lo bueno de lo malo, lo aceptable de lo no aceptable, lo lícito de lo que no lo es”, y dijo que Nahir tenía “baja tolerancia a la frustració­n, con tendencia a la irritabili­dad y a la desregulac­ión emocional”.

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