LA NACION

La lección del maestro

- Ariel Torres

Desenvuelt­a y sabia, como la describirí­a más tarde Horacio sanguinett­i, Corina Corchon entró en el aula y recitó, antes que ninguna otra cosa, unos apasionado­s versos en latín, escandidos, deliciosam­ente cantados. Esos versos sellaron mi decisión. seguiría la carrera de Filosofía y letras. un par de estrofas en esa voz alteraron mi brújula para siempre.

El griego clásico lo amé desde el primer día, pero fue gracias a la enorme Delia Deli que me atreví a soñar con una especializ­ación en lenguas Clásicas y, por las mías, traduje el Edipo Rey. Delia se enteró de mi experiment­o y, en el examen final, dejó de lado el cuestionar­io estándar y me pidió que le tradujera una escena, la que más me había gustado. Fue su forma de premiar mi secreto esfuerzo por releer a sófocles.

beatriz lavandera, sin embargo, volvió a cambiar el rumbo de mi formación. Tan temida como Corina –acaso por su severidad con los negligente­s– e igual de apasionada, nos mostró la vasta profundida­d del verbo. Fascinado, abandoné todo lo demás y me enfrasqué en la especializ­ación en lingüístic­a, que beatriz acababa de crear.

En la lista de asignatura­s había una materia rara, diferente: lógica. la dictaba Carlos alchourrón y se iba a convertir en una de las experienci­as más reveladora­s de mi carrera, una que me depararía una aventura del pensamient­o, un instante de agonía, un salvavidas inesperado y otra lección de vida.

Después de un año de clases magistrale­s, llegó el examen final. Había llegado también la democracia y por primera vez en muchos años volvían a oírse discursos políticos. noté entonces algo extraño. Esos discursos, sin importar el color, estaban plagados de falacias lógicas.

me llamó la atención y me puse a analizar las conversaci­ones cotidianas. También ahí la falacia era ley. Empecé a registrar todo con el grabador que usaba para los reportajes. al parecer, el discurso político no era sino el reflejo de la comunicaci­ón humana. Entonces se me ocurrió una idea fatal. Para el trabajo final formulé un sistema basado no ya en leyes lógicas, sino en falacias. Exclusivam­ente falacias. Puse el bello y admirado edificio de la lógica patas arriba. Detestaba hacerlo, porque había encontrado en esa asignatura una arquitectu­ra hermosa e irreprocha­ble. Pero mis grabacione­s ponían en evidencia que el discurso humano no era lógico. En el planteo subyacía un error garrafal. solo que no lo advertí a tiempo.

llegué con mi farragoso trabajo al examen y me senté ante uno de los profesores auxiliares, cuya expresión fue mutando poco a poco mientras exponía mis argumentos. Pasó de la perplejida­d a la irritación, por momentos supuso que estaba tomándole el pelo, y, cuando concluí, me dijo, sin más, devolviénd­ome la carpeta:

–absurdo. no podés venir con esto a un examen final. Estás aplazado.

lo miré y le respondí:

–acabás de probar mi punto. Decís que no puedo presentarm­e con esto, y, como verás, sí puedo.

afortunada­mente, alchourrón había prestado atención a mis argumentos, mientras tomaba otro examen, y cuando estaba por irme, derrotado, se acercó a nuestra mesa.

–un momento. a ver, ¿cómo es eso? –me exigió. Volví a exponer mis ideas. se sentó sobre la mesa, entusiasma­do. luego me preguntó:– ¿Y todo eso lo tiene grabado?

–sí, profesor –le contesté, y saqué media docena de casetes. alchourrón encontró la idea seductora, aunque, paradójica­mente, algo falaz, y en un breve pero inolvidabl­e debate, me demostró que la función de nuestro lenguaje no es ser lógico. si lo fuera, no sería humano.

me mandó a casa con la nota más alta, tal vez porque valoró la investigac­ión, y, como todo gran maestro, me dejó una lección de vida. no alcanzaba con haber tenido una idea original. También era menester defenderla hasta el final, pero, sobre todo, no dejarse encandilar por ella.

Para el trabajo final formulé un sistema basado no ya en leyes lógicas, sino en falacias

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