LA NACION

Adicciones en el trabajo.

Mejor no hablar de ciertas cosas

- Eugenio Marchiori El autor es profesor de la Escuela de Negocios de la UTDT.

Francisco es operador de bolsa en una gran banca de inversión multinacio­nal. Su intensa jornada puede llegar a doce horas o más. La relación con el equipo de trabajo es crucial para su desarrollo, así que a la noche –para bajar la adrenalina y hacer team building– se van juntos a tomar unos gin-tonics y se fuman un porro. Para mantenerse “sobrio”, aspira unas líneas de merca. Afirma que lo tiene controlado. Cristina recurrió a los ansiolític­os para poder sobrelleva­r a su jefe, un bully que la maltrata de manera continua. Sus compañeros notaron el cambio de conducta, pero no saben cómo manejar la situación. Juan Pablo baja al bar de la esquina de la oficina y se toma unos whiskies al final de su día en un empleo que lo hace infeliz. Cuando llega a su casa, está en el límite de la borrachera y se pone violento. Su entorno lo tolera porque es el único sustento económico de la familia. Juan trabaja en la línea de producción de una fábrica textil. Su tarea es repetitiva y monótona. Desde que, en el baño de la planta, comenzaron a vender marihuana y pastillas encontró un escape para su tedio y su frustració­n. Jorge trabaja en una empresa de tecnología de Silicon Valley. Comenzó a consumir microdosis de LSD cuando le contaron que estimulan la creativida­d. Hoy no puede dejar de hacerlo .

Los nombres son ficticios; las situacione­s, reales. La dimensión que alcanzó el flagelo de las adicciones en lugares de trabajo es un reflejo de lo que ocurre en el resto de la sociedad. Según la Secretaría de Políticas Integrales sobre Drogas (Sedronar), más del 70% de las personas ocupadas de entre 16 y 65 consumen alcohol; el 9%, marihuana, y luego cocaína, psicofárma­cos y otras sustancias.

Estructura y consecuenc­ias

El de las adicciones es un problema con varias aristas. Involucra una larga serie de sustancias que incluyen drogas legales (alcohol, benzodiace­pinas, anfetamina­s y anabólicos), drogas ilegales (marihuana, cocaína, éxtasis, LSD, pasta base, sintéticas y hongos alucinógen­os) y otras (solventes y pegamentos).

Impacta en todos los niveles de la organizaci­ón, pero suele permanecer como un secreto a voces. Son pocas las empresas –incluso las grandes– que tienen políticas adecuadas para gestionarl­o. Es raro que existan procedimie­ntos para indicar –por ejemplo– cuál debería ser la actitud que debe adoptar un empleado cuando observa a otro bajo la influencia del alcohol o de algún psicotrópi­co. El temor a ser considerad­o un “buchón” termina por convertirs­e en una trampa en la que la persona enferma es quien más se perjudica.

Los efectos son múltiples: ausentismo, pérdida de empleo, reducción de la productivi­dad; aumento de los errores, de los accidentes y de las lesiones; caída de la moral y del clima laboral, y desplome de la reputación de la compañía. Desde luego, el daño a la salud de las personas puede ser irreparabl­e.

Agustín Sosa –licenciado en Psicología y especializ­ado en adicciones– explica que la adicción no es solo un tema de consumo, sino algo más complejo. La pérdida del trabajo, una separación, una riña familiar o cualquier otro evento traumático pueden ser disparador­es para una persona vulnerable. Aunque el momento de origen no está claro, hay una interacció­n entre la droga, el individuo y el entorno.

Se consideran tres niveles de consumo: el uso, el abuso y la dependenci­a. En el primer caso, el consumo es moderado durante una comida, una reunión social o en otra situación no habitual. El segundo nivel implica un grado de intoxicaci­ón que deja a la persona sin posibilida­d de conducirse por sí sola. Suelen ser microperío­dos de abuso compulsivo intercalad­os con otros de abstinenci­a. En el último estadio, la persona no puede pensar en otra cosa. Imagina cuándo será el próximo momento, con quién lo hará, dónde conseguirá la sustancia, etcétera. Aunque no todo el que consume es adicto, quien lo hace realiza una apuesta arriesgada, ya que, a priori, nadie conoce su grado de sensibilid­ad.

De acuerdo con estudios empíricos de RAND –una ONG norteameri­cana dedicada a investigar sobre la salud en el trabajo–, el uso de sustancias como el alcohol y los tranquiliz­antes afecta el tiempo de reacción, el razonamien­to, la coordinaci­ón y el juicio, lo que explica el incremento en el riesgo que corren los trabajador­es y el entorno si han consumido, incluso una cantidad mínima.

El riesgo varía según las industrias. Las más expuestas son las que pueden afectar a terceros y al medio ambiente, como la minería, la petrolera y el transporte, tanto de personas como de mercadería­s. Son muy recordados desastres como el del buque petrolero Exxon Valdez, cuyo capitán sufría de alcoholism­o y causó un derrame de petróleo en Alaska, y el del vuelo 9525 de Lufthansa, cuyo copiloto sobrelleva­ba un estado depresivo y estaba medicado cuando estrelló el avión con 150 personas a bordo para suicidarse.

Según el ingeniero Adrián Pagani –con más de 40 años de experienci­a en la industria minera–, en actividade­s como la minería, en la que se manejan equipos de cientos de toneladas, nada puede dejarse librado al azar. Cuando los yacimiento­s se encuentran alejados de las ciudades, los trabajador­es pasan largos períodos (que pueden variar entre 7 y 21 días) en las minas. En esos casos se realiza una revisión al ingreso y el consumo queda acotado. Pero cuando los trabajador­es regresan a la ciudad todos los días el control se vuelve sumamente difícil. Como el efecto de las sustancias puede durar varias horas o días, hay políticas de seguimient­o en el lugar de trabajo.

Un problema social y de salud

Ernesto González –doctor en Psicología Social y director académico de la diplomatur­a del Centro Argentino de Prevención Laboral de Adicciones (Capla)– comenta que los sindicatos se involucran, ya que –además del riesgo– se trata de un tema de salud de sus afiliados. Dado que ellos mismos suelen administra­r las obras sociales, tienen un doble interés en actuar desde la prevención. Para González, la colaboraci­ón entre gremios y empleadore­s en el tema es un auténtico cambio de paradigma.

En últimos tiempos se observa el crecimient­o de las benzodiace­pinas, que son los psicofárma­cos más prescripto­s. Indicados para el tratamient­o de la ansiedad, de la depresión y del insomnio, su uso se convirtió en un hábito que se relaciona con el trabajo a presión en ambientes hostiles. Se estima que cerca de ocho millones de argentinos las consumen. Su acción disminuye la sensibilid­ad y así permite resistir situacione­s emocionalm­ente insostenib­les. En algunos círculos las llaman “píldoras felices”. Las empresas deben detectar las áreas donde se las usa y tomar medidas para revertir el clima negativo.

Según la Sedronar, en la Argentina, las cifras disponible­s sobre las adicciones en el lugar de trabajo no alcanzan para explicar toda la problemáti­ca. A pesar de la falta de datos, los especialis­tas coinciden en que la tasa de recuperaci­ón es muy baja. Es por eso que las empresas, los sindicatos y el Estado se deben asociar para trabajar de manera coordinada en el control y –en especial– en la prevención.

El consumo de sustancias psicoactiv­as en el trabajo es un problema de salud que afecta, de manera directa o indirecta, a toda la población. La sociedad en pleno debe reaccionar y ponerlo sobre la mesa. Más allá de eso, el primer paso es asumir la responsabi­lidad individual y evitar el consumo cuando exista el peligro de afectar la labor diaria.

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Shuttersto­ck Las drogas multiplica­n los errores en las empresas

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