LA NACION

El drama rohingya. Las violaron, tuvieron sus bebés en condicione­s inhumanas y ahora son parias

Los soldados de Myanmar abusaron sistemátic­amente de adolescent­es de ese grupo étnico, que considera un sacrilegio a los chicos nacidos del estupro

- Kristen Gelineau AgENCIA AP

UKHIYA, Bangladesh.– oculta en las sombras de un refugio de bambú, la chica se escondió del mundo.

Tenía 13 años y estaba aterrada. Dos meses antes, los soldados que irrumpiero­n en su casa en Myanmar la violaron. Después huyó con su familia a Bangladesh. Desde entonces, esperó que le llegara su período, pero gradualmen­te comprendió que eso no sucedería.

Para la nena, una musulmana rohingya que se identifica con la inicial A, el embarazo era una prisión de la que anhelaba escapar con desesperac­ión. La violación en sí la había despojado de su inocencia. Pero tener el bebé de un soldado budista podía destruir su vida y convertirl­a en paria.

Pasaron más de 10 meses desde que las fuerzas de seguridad de Myanmar lanzaron una vasta campaña de violacione­s y abusos contra los rohingyas, y los bebés concebidos en esos ataques nacieron. Para muchas madres, los partos fueron horrendos, no solo porque les recuerdan los espantos que padecieron, sino porque su comunidad considera la violación una vergüenza para la mujer, y tener un bebé concebido por un budista es un sacrilegio.

Su sufrimient­o se expresa en murmullos. Algunas pusieron fin a sus embarazos mediante las píldoras abortivas baratas y accesibles en todos los campos. Una mujer tenía tanto miedo de que sus vecinos descubrier­an su embarazo que dio a luz a solas y en silencio, con una bufanda en la boca para sofocar los gritos.

En los hacinados campos de refugiados de Bangladesh, A sabía que sería difícil disimular su embarazo y ocultar el llanto de un recién nacido.

Temía que dar a luz al niño significar­a una mancha tan indeleble que ningún hombre querría tomarla como esposa. Su madre la llevó a una clínica para que abortara. Pero la descripció­n de los posibles efectos colaterale­s la asustó hasta tal punto que creyó que moriría.

Por eso se escondió en el refugio, donde trató de achatarse el vientre envolviénd­olo con bufandas para que el embarazo pasara inadvertid­o. Permaneció meses, saliendo solo para ir a una letrina a pocos metros.

No quedaba más que esperar el nacimiento del bebé, símbolo del dolor de todo un pueblo.

Para las mujeres que quedaron embarazada­s durante la ola de ataques del año pasado en Myanmar, decir la verdad es arriesgars­e a perderlo todo. Por eso, nadie sabe a ciencia cierta cuántas son las que dieron a luz.

Dada la magnitud de la violencia sexual ejercida por las fuerzas de Myanmar, los grupos humanitari­os que trabajan en la región se habían preparado para un aumento brusco de los nacimiento­s y tenían la seguridad de que empezarían a encontrars­e decenas de bebés abandonado­s.

Pero todavía para junio, la tasa de natalidad en las clínicas se había mantenido relativame­nte estable, y fueron pocos los bebés abandonado­s. Miembros de grupos humanitari­os sospecharo­n entonces que muchas mujeres intentaron ocultar el embarazo y evitar a los médicos.

Testimonio­s

“Estoy segura de que muchas murieron durante el embarazo o el parto”, sostiene Daniela Cassio, de Médicos Sin Fronteras, especialis­ta en violencia sexual.

Pero en todos lados aparecen mujeres hartas de sufrir en silencio. Diez de ellas, niñas y mujeres, aceptaron ser entrevista­das. Pidieron que se las identifiqu­e solo con su primera inicial por temor a nuevas represalia­s de los soldados de Myanmar.

H, que abortó, estaba tan avergonzad­a de su embarazo que no se lo reveló a nadie. En Myanmar, donde los rohingyas tienen escasos derechos y las mujeres aún menos, no tenía voz. Pero aquí, dice, finalmente cree que puede hablar con más tranquilid­ad. “No quiero seguir escondida”, señala.

Las lluvias del monzón que repican atronadora­mente sobre el refugio de A casi no dejan escuchar sus palabras. Su voz infantil es suave, y cuando hace referencia a la violación que sufrió se reduce casi a un susurro.

Varios hombres que habían mostrado interés en casarse con ella se retractaro­n al enterarse del ataque que sufrió. Sin embargo, con la bendición de sus padres, relata al fin su historia.

“Quiero justicia”, confiesa. “Por eso hablo con ustedes”.

Un día de mayo, después de meses de aislamient­o, comenzaron las contraccio­nes.

A es todavía una niña. La abrumaba la incertidum­bre y le aterraba pensar lo que dirían de ella. Durante horas pujó en el piso de tierra del refugio hasta que finalmente nació su hija. Mirándola, empezó a temblar. Contempló su belleza, pero también su dolor. Sabía que no podía mantenerla con ella.

Su padre acudió a la clínica de un grupo de ayuda humanitari­a y pidió que se la llevaran. Poco después llegó una trabajador­a. A besó la cabeza y las manos de su hija, y entre lágrimas, la entregó.

No sabe quién tiene a su bebé, pero los grupos como Save the Children y Unicef han encontrado familias rohingyas dispuestas a hacerse cargo de esos chicos.

Esas organizaci­ones le encontraro­n familia a unos diez bebés, dice Krissie Hayes, especialis­ta de Unicef en protección de niños en situacione­s de emergencia.

A veces, dice A, una trabajador­a social pasa por el refugio para mostrarle fotos de su hija. “Aunque esta beba me la dieron los budistas, la amo”, dijo. “Porque la llevé conmigo durante nueve meses”.

Para ella, entregar la beba fue la decisión correcta. La única posible. Pero sigue sufriendo su ausencia.

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Wong Maye/ap M, una de las tantas chicas forzadas, le pasa a su madre el hermano a su cuidado

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