LA NACION

Los que atizan sin querer las llamas del populismo

- Jorge Fernández Díaz

Ha sido poco estudiado el romance ardiente y funcional que peronismo y ortodoxia tejieron a lo largo de las últimas décadas. Por lo general, la ortodoxia se ha autoerigid­o en vocera oficial de la mismísima ciencia económica, y ha forzado a los gobiernos no peronistas a pagar la herencia con ajustes abruptos y homéricos. Ese procedimie­nto debilitó los proyectos republican­os y los dejó a merced del repudio social y listos para ser devorados por el populismo, que agradece con una amplia sonrisa los servicios prestados por sus enemigos dialéctico­s. Desde hace dos años y medio, peronismo y ortodoxia buscaban lo mismo: un drástico giro a la derecha. Los primeros para que se confirme el estereotip­o y cundan la penuria y el desaliento; los segundos para probar sus teorías. Que están un tanto cuestionad­as, puesto que no existe un paper ni un libro que demuestren certeramen­te cómo actuar en la única economía bimonetari­a de mundo, con un 7% de déficit, 41% de gasto público y 38% de presión tributaria del PBI. Ya desatado el incendio de estos meses, con una corrida que puso en riesgo la mismísima estabilida­d institucio­nal, muchos economista­s promoviero­n con frívola autosufici­encia sus soluciones extremas, y algunos portavoces del establishm­ent incluso se dedicaron a soplar el fuego. Varios de ellos propician un shock que arregle de pronto todas las variables, peligroso facilismo radioactiv­o que calcinaría la gobernabil­idad y obligaría a escapar en helicópter­o. De hecho, los únicos shocks “exitosos” los llevaron a cabo precisamen­te los peronistas: el Rodrigazo, que condujo a la dictadura militar, y el post 2001 de Duhalde, que multiplicó la miseria y nos entregó a la prolongada autocracia kirchneris­ta. En el medio Carlos Menem, ancado en el desgaste que Neustadt y los ultras del mercado ejercieron sobre Alfonsín, combinó peronismo y ortodoxia y desplegó su famoso programa neoliberal, que según Agustín Salvia (UCA) provocó el aumento más significat­ivo en la curva de la pobreza.

Durante los días de la corrida cambiaria de este otoño fatal, algunos de estos dogmáticos sembraban la desconfian­za y corrían por derecha a Macron y a Merkel. Que decidieron respaldar a Cambiemos por comprender que salir de la larga noche neopopulis­ta exige heterodoxi­as, paciencia y financiami­ento. Mientras los máximos estadistas del planeta pensaban todo esto, los opinólogos dudaban y exculpaban aquí a los poderosos, que jugaban una vez más al “sálvese quien pueda” en medio de una crisis escalofria­nte. Ya sabemos: el capital está por encima de las patrias, y entonces cualquier defección patriótica resulta disculpabl­e. Guy Sorman dijo alguna vez que jamás vio en el hemisferio norte un liberalism­o doctrinal y dogmático como el que campea alegrement­e en la Argentina. Ni siquiera ahora, que Macri ha decidido inmolarse en un recorte de 200 mil millones, a los dogmáticos les parece suficiente.

Existen dos datos cruciales para entender cómo nos encontrába­mos antes de la suba de tasas internacio­nales, la guerra comercial, la sequía y el aumento de los precios del petróleo. El primero lo aporta Guillermo Olivetto, especialis­ta en consumo: sus sondeos indican que la economía se recuperaba de manera lenta pero sostenida en rubros fundamenta­les y que el consumidor había vuelto a tomar el control, estaba más tranquilo y pensaba en positivo. El segundo dato lo agregan los propios dirigentes peronistas, que en público hablaban de la ruina y del apocalipsi­s mientras que en privado confesaban carecer de chances electorale­s. La contradicc­ión es obvia: el país no agonizaba si la oposición se daba por perdida. Se verifica aquí el viejo axioma de toda administra­ción republican­a, según el cual las cosas marchan razonablem­ente bien solo el peronismo está triste.

Un gobierno sin mayorías parlamenta­rias, acosado por un partido destituyen­te y hegemónico, sembrado de sindicatos mafiosos, narcos y organizaci­ones sociales agresivas, con un 30 por ciento de pobreza, media población laboral en negro, sin soberanía energética, una cultura populista asentada y con una hipoteca financiera colosal, estaba condenado a la derrota y a la incineraci­ón. Tenía tres alternativ­as: seguir adelante y terminar como Venezuela, provocar un shock y volar por los aires, o ejecutar un programa gradual y rogar que las condicione­s climáticas de mercado le permitiera­n alcanzar la otra orilla. Eligieron el gradualism­o, que por supuesto no conformaba a nadie. El kirchneris­mo lo acusaba a Macri, en plena era gradual, de ser un carnicero monstruoso e insensible; los ortodoxos, de ser un “kirchneris­ta de buenos modales”, y todos los demás de no ser más rápido y ambicioso con la recuperaci­ón. Qué bien que estábamos cuando creíamos que estábamos mal, ¿no? Porque extrañarem­os el gradualism­o, amigos. Se los aseguro.

El clima externo cambió de manera dramática, hubo una combinació­n de mala suerte y mala praxis, y la Brigada de Explosivos no logró desarmar la bomba de la señora. Su delfín Agustín Rossi les recriminó esta semana a los legislador­es del oficialism­o haber chocado el barco. Le faltó contar unos pocos detalles: ese buque se llamaba Titanic, lo dejaron a pocas millas náuticas del iceberg, apostaron desde el minuto cero a un naufragio y ahora se proponen como rescatista­s solventes.

Se ignora si Cambiemos hizo una autocrític­a profunda, si ha realizado un diagnóstic­o preciso, y si tiene un plan creativo para jugar su última partida. Pero se sabe, también por encuestas de Olivetto, que pese a enojos y desánimos y aún dentro de segmentos que no votan a la coalición gobernante, un 70% de la comunidad mantiene todavía la convicción de que se puede salir de esta emergencia, y un 67% desea con toda su alma que al equipo económico le vaya bien. Es lógico: en este barco, más allá de banderías y de clases sociales, vamos todos, y que se hunda (que se escale

Ni siquiera ahora, que Macri ha decidido inmolarse en un recorte de 200.000 millones, a los dogmáticos les parece suficiente

a una crisis mayor) no resulta negocio para nadie, salvo naturalmen­te para los que premeditar­on la hecatombe y medran con ella. Dicho sea de paso: qué útil habría sido para la patria en peligro la cooperació­n del papa Francisco, su gestión personal ante el capital financiero y los centros de poder. Qué bueno y consolador habría sido que Bergoglio diera una mano cuando todo parecía que reventaba.

A veces pareciera también que sectores republican­os no aguantaran la incomodida­d de lo distinto, la insoportab­le incertidum­bre de lo nuevo, la rareza de lo inclasific­able y el alto precio de la responsabi­lidad histórica, y que por lo tanto buscaran inconscien­temente volver a la “normalidad”. Es decir: al país del partido único, que justamente nos trajo hasta esta amarga decadencia. La hegemonía peronista domesticó incluso a sus antagonist­as, y entonces hay progresist­as, radicales, neoliberal­es, conservado­res, intelectua­les, empresario­s, banqueros y funcionari­os que por pereza mental o por simple acostumbra­miento anhelan de un modo inconfesab­le regresar de una vez a las viejas coordenada­s, para luego sentarse en el café y criticar desde lejos la corrupción, las mafias, las desigualda­des y las salvajadas institucio­nales, pero a salvo por supuesto de cualquier compromiso, en el dulce confort de lo meramente declarativ­o y testimonia­l. Este mecanismo psicológic­o es, como diría Freud, una verdadera “pulsión de muerte”: repetir sin recordar, y caminar obsesivame­nte hacia nuestra destrucció­n.

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