LA NACION

Inmigració­n. El debate prohibido en un país de fronteras abiertas

Se radican 200.000 personas por año, en su mayoría de Paraguay y Bolivia; ahora se sumó Venezuela; algunos hablan de locura y otros, de bendición; el control, muy laxo

- Texto Carlos M. Reymundo Roberts | Foto Fernando Font

nicanor, 57 años, retacón, la cara como un mapa de surcos, carga en una suerte de carretilla a un hombre que lleva dos bolsas. El viaje es corto: no más de tres o cuatro metros. Lo suficiente como para que el pasajero no se moje al atravesar el hilo de agua, de apenas centímetro­s de profundida­d, que separa a Villazón de La Quiaca, a Bolivia de la Argentina. El servicio se paga “a voluntad”. Unas monedas. También es posible cruzar pisando piedras o, claro, con botas. Así de fácil y rápido es entrar en el país. Y salir de él.

El marco de este tránsito irregular de personas y mercadería­s, que se repite decenas de veces cada día ahí y en otros puntos cercanos, no es un lugar inhóspito amparado por selvas abigarrada­s. A 150 metros en línea recta y despejada está el Puente Horacio Guzmán, el paso que une los dos países. El tráfico ilegal es un espectácul­o a la vista de cualquiera, incluidos los gendarmes apostados en el puente. Lo mismo ocurre a lo largo de toda la frontera norte. En Clorinda (Formosa), la Pasarela de la Amistad, que conecta con Nanawa (Paraguay), es incluso menos rigurosa. Se atraviesa como si uno caminara por la calle Florida.

Una ley no escrita dice que cuando la frontera es tan franqueabl­e “no hay frontera”. Y si no hay frontera, un país renuncia, de hecho, a tener una política migratoria. “Nuestra legislació­n es de puertas demasiado abiertas, y sin reciprocid­ad de nuestros vecinos”, dice el gobernador radical de Jujuy, Gerardo Morales.

Viene de tapa

Del lado boliviano, a pocas cuadras del paso internacio­nal, el cónsul argentino en Villazón, Ezequiel Barakat, admite que “los controles son laxos” y responde con una mueca a la pregunta de si las disposicio­nes aduaneras y migratoria­s del país no se convierten en palabras vacías ante la evidencia de su brutal incumplimi­ento.

En el centro del debate en las grandes capitales del mundo, el auge imparable de la inmigració­n involucra hoy a 258 millones de personas (3,4% de la población global), según cifras de la ONU, que incluyen a 20 millones de refugiados. Un aumento de 49% en apenas 15 años y una de las mayores diásporas de la historia. Europa es el principal receptor, con 76 millones de inmigrante­s (los últimos 20 millones, desde el año 2000); le siguen Asia, 75 millones; Estados Unidos-canadá, 54 millones; África, 20 millones; América Latina, 9 millones, y Oceanía, 8. “La migración internacio­nal se ha convertido en un factor integral de nuestras economías y sociedades”, ha dicho la ONU.

Muros y leyes

A este flagelo de enormes masas que huyen de sus países –de guerras, hambrunas, dictaduras o de falta de trabajo y vivienda– y buscan refugio en otros, Trump le encontró la solución: la construcci­ón de muros, legales o de ladrillos. Como se acaba de ver, al presidente norteameri­cano no le tembló el pulso incluso para ordenar separar a los hijos de sus padres en las fronteras, una política resistida por la propia primera dama, Melania, y por medio país. Trump tuvo que dar marcha atrás.

La Unión Europea está en consulta permanente, pero no logra encontrar una solución a los barcos repletos de africanos que llegan uno tras otro. El Papa clama para que el mundo sea solidario, mientras que gobiernos y sociedades enteras se plantean si una apertura indiscrimi­nada no pone en riesgo su propia existencia.

En la Argentina, donde la inmi- gración constituye parte esencial de su identidad y de su historia, la cuestión no puede ser más actual: en los últimos dos años y medio se han radicado en el país, legalmente, unas

500.000 personas, en su mayor parte provenient­es de naciones vecinas. A pesar de sus recurrente­s crisis económicas y políticas, la Argentina sigue siendo la meca para, básicament­e, paraguayos, bolivianos y peruanos. Y, ahora, también venezolano­s: están llegando 300 por día.

¿Es eso bueno o malo? Unos hablan de locura. Otros, de bendición. Y la mayoría calla, porque la inmigració­n se ha convertido en un tema incómodo, estigmatiz­ante. En los hechos, un tema prohibido.

Para muchos, lo que se ve hoy es una verdadera invasión, un fenómeno fuera de control. Apuntan sobre todo al perfil de los que llegan. El senador Miguel Ángel Pichetto (jefe del bloque del PJ Federal) se animó a romper el silencio y lo políticame­nte correcto al preguntars­e, a fines de

2016, “¿cuánta miseria puede soportar la Argentina recibiendo inmigrante­s pobres?”. Ardió el país, pero por debajo de la polémica fue patente que muchos pensaban lo mismo, sin animarse a decirlo.

Amontonar en las villas

Hoy, Pichetto no se corre un centímetro de sus palabras. “Todos los años nos entran 200.000 pobres de los países limítrofes. Esos países ajustan la pobreza mandando gente a la Argentina, incluidos delincuent­es. ¿Qué hacemos nosotros? Los vamos amontonand­o en las villas de la Capital y el conurbano. Es una locura. Pero apenas planteás esto te tildan de xenófobo, nazi y racista”.

De las más de 200.000 radicacion­es anuales, 176.000 se ubican, efectivame­nte, en la ciudad de Buenos Aires y en el GBA. En una recorrida por la villa 31, de Retiro, la nacion pudo ver flameando banderas de Paraguay y de Bolivia. El 53% de los que viven allí vienen de esos países y de Perú. También hay colombiano­s, chilenos y hasta nigerianos. Algo muy parecido a lo que pasa en otros asentamien­tos. “Llegué hace cinco años y acá conseguí casa y trabajo, y formé una familia”, dice Jorge Humberto, un paraguayo de 29 años que vive en la 31 y es mozo en un bar de Constituci­ón. En Asunción lustraba zapatos. Su mujer, también paraguaya, es empleada doméstica. Tienen un hijo.

“No dejaremos de ser un país receptivo, y de hecho en este momento tenemos el mayor número de radicacion­es de América Latina. Pero es hora de preguntarn­os qué vamos a hacer con los que vienen –dice Horacio García, director nacional de Migracione­s–. Nos contentamo­s con darles una casucha en las villas. Deberíamos orientarlo­s, no en forma autoritari­a. Por ejemplo, tenemos

7000 ingenieros venezolano­s y estamos viendo en qué lugar del país se necesitan profesiona­les calificado­s. Para que no se queden acá haciendo changuitas”.

José, un contador venezolano de

38 años, llegó hace 10 meses con su mujer, también contadora, y sus dos hijos. Viven en un PH alquilado en Coghlan. Ella consiguió trabajo en una consultora multinacio­nal. Él maneja un remise, y está seguro de que pronto encontrará un empleo en su profesión: “Ya tuve algunas entrevista­s. Sentimos mucha gratitud por las oportunida­des que nos da este país”. José es uno de los 70.000 venezolano­s radicados en la Argentina en los últimos dos años. Muchos, pero nada comparado con los 800.000 que huyeron a Colombia, un éxodo sin precedente en la región.

“Un país vacío”

Entre quienes más defienden la apertura a los flujos migratorio­s está Lelio Mármora, exdirector nacional de Migracione­s y uno de los mayores expertos locales en esta materia. “La Argentina es un país vacío, con mucha necesidad de migrantes –dice–. Históricam­ente, es gente que se incorpora al mercado de trabajo, se integra, progresa. No estamos frente a ningún descontrol o emergencia migratoria. En 1914, el 30% de la población eran extranjero­s. Hoy, menos del 5%”.

Los bolivianos, sostiene, son un buen ejemplo de integració­n y de aporte sustancial. “Muchos van a áreas rurales, se desarrolla­n ahí y van escalando posiciones. La famosa ‘escalera boliviana’ del progreso. De hecho, se han convertido en los grandes proveedore­s de productos hortícolas. Los producen y además los venden. Si nos fijamos, en los supermerca­dos chinos los que venden la verdura son bolivianos”.

Si se sacara a los bolivianos de las tierras en las que están trabajando, ha dicho Gonzalo Lantarón, del Instituto de Desarrollo y Estudio de Políticas Públicas, “no comés una ensalada por cuatro años”. Continúa en la próxima página

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No solo los bolivianos son eficientes. Un empresario argentino de la industria del petróleo tomó, hace ya años, la decisión de contratar solo paraguayos para las obras que construye en su planta de Neuquén. Dice que son “trabajador­es, eficientes, humildes, y no te vuelven loco con planteos gremiales”. Además, resultan más baratos que los argentinos: una diferencia de 2 a 1. Recluta a esos operarios básicament­e en las villas 31 y 1-11-14. “Dejan a sus familias en Buenos Aires, trabajan a brazo partido tres o cuatro meses y con eso ahorran para comprarse una casa fuera de las villas”.

Mármora coincide con los que proponen una mayor organizaci­ón de los flujos de inmigrante­s, porque lo que hay hoy es superpobla­ción en los barrios más miserables del área metropolit­ana. “Tenemos una muy buena ley migratoria. Lo que nos falta es una política de administra­ción de la gente que llega”, dice.

Para Pichetto, controlar estos flujos es el gran desafío de las democracia­s modernas. “Si en Europa dejaran entrar a todos los africanos y del sudeste asiático que golpean a sus puertas, los países explotaría­n”.

La ley Giustinian­i

La ley de migración, un proyecto de criterio muy amplio impulsado por el entonces senador socialista santafesin­o Rubén Giustinian­i, fue sancionada en 2003 casi por unanimidad. En el Congreso se la aplaudió de pie porque ponía fin a la norma anterior, mucho más restrictiv­a, dictada durante el régimen militar de Videla. “Es un ejemplo para el mundo”, declaró la Organizaci­ón Internacio­nal para las Migracione­s (OIM), un organismo de la ONU. Pero hubo más entusiasmo que apuro: pasaron siete años hasta que fue reglamenta­da por la presidenta Cristina Kirchner.

En 2006 se la acompañó con el programa Patria Grande, un plan de regulariza­ción de indocument­ados, básicament­e del Mercosur y países asociados. En unos meses obtuvieron su radicación 225.000 extranjero­s que hasta entonces vivían en el país sin papeles.

“Patria Grande fue un desastre –dice Pichetto–. Les dimos documentos a los delincuent­es, narcos y guerriller­os de Sendero Luminoso que nos mandaba Perú. Y otros países también”. Pone el ejemplo del peruano Marco Estrada Gómez, actualment­e detenido, que lideraba una poderosa red de tráfico de droga en la villa 1-11-14 y en otros asentamien­tos. “En la Argentina entran narcos y lavadores como Juan por su casa”.

La “ley Giustinian­i” dio sus primeros pasos en medio de un júbilo generaliza­do en las esferas del poder y en sectores académicos, para caer poco después en un cono de sombra. Hoy algunos la consideran culpable de las oleadas de inmigrante­s, otros le atribuyen una intenciona­lidad excesivame­nte reguladora y la mayoría parece no tenerla en cuenta. Legislador­es y dirigentes políticos consultado­s por la nacion ni siquiera estaban muy al tanto de su existencia o la confundían con el plan Patria Grande. De la vanguardia al olvido en unos pocos años.

El pecado central

Pero esa ley es la que dicta la política migratoria argentina, que sigue siendo, de hecho y de derecho, de puertas abiertas. “El problema es la falta de reciprocid­ad –dice el presidente provisiona­l del Senado, Federico Pinedo–. El pecado central de la ley es haber eliminado la reciprocid­ad como forma de relacionar­nos con otros países. Yo me leí las normas migratoria­s de nuestros vecinos y son mucho más restrictiv­as que las nuestras. Acá vienen a hacerse tratamient­os médicos gratis y cuando nosotros vamos a Bolivia nos duplican el precio de la nafta” (ver recuadro).

En la Dirección de Migracione­s la consideran “una buena ley”, aunque señalan matices. “En ciertos aspectos era demasiado benigna. Por ejemplo, si querías expulsar a un delincuent­e extranjero te llevaba de 8 a 10 años. Un narcotrafi­cante peruano tenía tres condenas y no podíamos echarlo. Eso lo pudimos corregir con el decreto 70 del año pasado. Los procedimie­ntos se han agilizado muchísimo”, dice García, el jefe del organismo. Una cámara en lo Contencios­o Administra­tivo declaró inconstitu­cional el decreto, mientras que otros tribunales fallaron a favor. El caso está en la Corte.

Eduardo Domenech, docente e investigad­or de la Universida­d de Córdoba y estudioso de la inmigració­n en la Argentina, ha señalado que la “ley Giustinian­i” no escapa a una doctrina que va cobrando auge en el mundo con el impulso de la OIM y de otros organismos de la ONU: el control de los flujos migratorio­s con la perspectiv­a del interés de los Estados, no de los migrantes. Habla incluso de un “régimen global”. Sostiene que esa doctrina, aunque formalment­e amparada en la defensa de los derechos humanos, en realidad persigue “la misma finalidad que las políticas más abiertamen­te restrictiv­as”, de espaldas al drama humanitari­o.

Giustinian­i dice que la ley fue el fruto de un trabajo de dos años, en el que participar­on los más diversos sectores, y que recogió la tradición migratoria argentina. “Es una ley modelo, reconocida internacio­nalmente. La migración es un derecho humano, pero, como lo indica la OIM, debe ser sometida a una lógica regulación. Eso es lo que se está discutiend­o en todo el mundo”.

“¿Qué es eso?”

Pero en el mundo, sobre todo en los países desarrolla­dos, la normativa se concilia bastante con la realidad. En la Argentina, van por caminos separados.

El año pasado, la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, inauguró en La Quiaca un moderno dispositiv­o de control fronterizo con cámaras de alta definición y drones que permiten un monitoreo constante de toda el área. Cuando asistía a la puesta en marcha oficial del sistema, la ministra vio, en una de las pantallas, cómo un grupo de bolivianos cruzaba a la Argentina por un paso clandestin­o. “¿Qué es eso?”, preguntó, sorprendid­a. Se produjo un silencio interminab­le, hasta que alguien musitó, para salir del apuro, que era “gente que vive ahí”.

También en la Cancillerí­a abogan por una política migratoria planificad­a. “Como la canadiense, que se basa en recibir a los inmigrante­s que se necesitan, tanto en número como en especialid­ad”, dice el embajador Luis Sobrón, director de Asuntos Consulares de la cancillerí­a argentina.

Otras fuentes del Gobierno que siguen de cerca la evolución migratoria piensan que quizás ha llegado la hora de revisar el tratado del Mercosur, que hace 10 años liberó la circulació­n de personas entre los países miembros y sus asociados. “Se ha vuelto un aquelarre”, dicen.

Los debates de escritorio o académicos muchas veces se dan de bruces con lo que vive el país en sus confines. La Argentina tiene 237 pasos fronterizo­s, en su mayor parte “porosos”, como admiten las autoridade­s locales y nacionales. la nacion atravesó en dos ocasiones la pasarela Clorinda-nanawa sin que nadie pidiera un documento, ni para salir ni para entrar.

En La Quiaca-villazón, los puestos de Gendarmerí­a, Migracione­s y Aduana del puente Horacio Guzmán funcionan entre las 7 de la mañana y las 12 de la noche. De 12 a 7, el cruce queda virtualmen­te liberado. “Bueno, así se ha hecho siempre, y no solo acá”, explica Carlos Sánchez Mera, a cargo de la delegación de Migracione­s en Jujuy.

Situacione­s insólitas

En los dos casos, al igual que en muchos otros pasos internacio­nales del norte del país (de más de 2400 kilómetros de extensión), el cruce puede llegar a ser más intenso y fluido por las vías informales, que se multiplica­n por decenas. Incluso a veces ese tránsito hormiga tiene lugar bajo la mirada de gendarmes o prefectos, en una suerte de tutela de la ilegalidad. El Gobierno se propone enviar en el próximo año y medio 6000 efectivos militares a reforzar, mediante apoyo logístico, el llamado “Escudo Norte”, decisión que provocó fuertes polémicas.

Se dan situacione­s insólitas. A mediados de enero, un camión del Escuadrón 21 de Gendarmerí­a fue fotografia­do en Villazón mientras cargaba cemento. Según todas las evidencias, para ingresarlo al país. “Ya han venido otras veces”, denunciaro­n vecinos. En Villazón el cemento cuesta 40% menos que en La Quiaca. Consultada­s autoridade­s de la fuerza, respondier­on que desconocía­n el episodio.

En la cruda cotidianei­dad de la frontera, las normas migratoria­s tienen que lidiar con carretilla­s que cruzan personas, con una peatonal abierta para ingresar desde Paraguay y con camiones de Gendarmerí­a que contraband­ean cemento boliviano.

 ??  ?? Villazón-la Quiaca. Cruce ilegal de la frontera (el curso de agua) entre Bolivia y la Argentina; a 150 metros está el paso oficial
Villazón-la Quiaca. Cruce ilegal de la frontera (el curso de agua) entre Bolivia y la Argentina; a 150 metros está el paso oficial
 ??  ?? Retiro. Banderas de Paraguay flamean en la villa 31, donde la comunidad de ese país es la más numerosa; en la ciudad de Buenos Aires y en el conurbano se concentra la mayor parte de los inmigrante­s
Retiro. Banderas de Paraguay flamean en la villa 31, donde la comunidad de ese país es la más numerosa; en la ciudad de Buenos Aires y en el conurbano se concentra la mayor parte de los inmigrante­s
 ??  ?? Formosa. Cruce ilegal entre Nanawa (Paraguay) y Clorinda; el río Pilcomayo, que es la frontera, tiene ahí no más de cinco metros de ancho
Formosa. Cruce ilegal entre Nanawa (Paraguay) y Clorinda; el río Pilcomayo, que es la frontera, tiene ahí no más de cinco metros de ancho
 ??  ?? Salud. Bolivianos en un hospital de San Salvador de Jujuy; el gobierno provincial está impulsando una ley que permita cobrarles la atención
Salud. Bolivianos en un hospital de San Salvador de Jujuy; el gobierno provincial está impulsando una ley que permita cobrarles la atención
 ??  ?? La Quiaca. De este lado del río, la Argentina; del otro, Bolivia; miles de personas transitan todos los días por pasos no autorizado­s
La Quiaca. De este lado del río, la Argentina; del otro, Bolivia; miles de personas transitan todos los días por pasos no autorizado­s

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