LA NACION

De Avellaneda a La Matanza, aumenta el reclamo por más comida en los comedores

En el sur y el oeste del conurbano también se evidencia un parate en la economía informal

- Javier Fuego Simondet

Es viernes al mediodía y la escena emparenta dos puntos del conurbano separados por kilómetros, pero envueltos en la misma realidad de pobreza. Un afiche verde pegado en una pared indica, según un prolijo cuadro, que hoy el menú es arroz con tuco en el comedor Arco Iris, que funciona en la casa 11 del asentamien­to Danubio Azul, a metros del Polo Petroquími­co de Dock Sud.

El arroz es también el ingredient­e principal en la olla que está en el centro de la mesa de un comedor para cooperativ­istas y sus hijos, activo desde hace nueve meses en Rafael Castillo. Más de veinte personas, pacienteme­nte sentadas, esperan recibir una porción de guiso de alitas de pollo.

El aumento de la cantidad de gente que concurre a comedores y la baja en el flujo del trabajo informal, ese mundo conocido como el de las “changas”, se transforma­n en un comentario repetido entre quienes asisten y administra­n esos espacios comunitari­os, en la recorrida que hizo por Dock Sud, en Avellaneda, la nacion y de Rafael Castillo, en La Matanza. Son historias marcadas por la pobreza, que ejemplific­an el impacto de la situación económica. Más platos que llenar en comedores y menos tareas que generen algún ingreso extra.

Elsa Acevedo, de 54 años, vive en Danubio Azul, a una cuadra del comedor Arco Iris, de la organizaci­ón Barrios de Pie, que ella administra con la ayuda de otras tres mujeres en la cocina. “Hay más gente, la mano está más fea ahora. Vienen cada vez más grandes y chicos. Tres veces a la semana se cocina, porque no tenemos para hacer todos los días, y damos la copa de leche de lunes a viernes”, explica.

Los lunes, según recuerda el cronograma del afiche verde, hay guiso; los miércoles, fideos con salsa. “Hay mayores, abuelos, matrimonio­s con chicos. Hace como cinco meses que estamos viendo más gente”, cuenta Elsa a la nacion, sentada en uno de bancos del comedor, que funciona desde la crisis de 2001.

En Arco Iris asisten a 60 niños, pero esa cantidad aumenta, según cuentan Elsa y su marido, Antonio Lugo, que está jubilado y también colabora en el comedor. “Acá, sábado y domingo, aunque esté cerrado, igual vienen a pedirte comida”, grafica Elsa, que resalta que las changas no se mueven, aunque ella y su marido las intentan.

“La gente que hace changas no tiene trabajo. Vienen y te piden yerba, azúcar, o pan. Hay mucha gente que dice que busca changas y no consigue. Él [por su marido, Antonio] hace pizzas para vender, y yo hago empanadas, para que me entre un pesito más. Cuando tenemos que poner [para el comedor], se pone”, afirma.

Cuando la calle Juan de Ayolas se cruza con Campana y su asfalto se transforma en un irregular trazado de tierra, se ingresa a Danubio Azul. El asentamien­to en el que funciona el comedor Arco Iris es laberíntic­o, con pasillos que se pierden en reiteradas curvas y separan por muy pocos metros unas casas de otras. Viven unas 350 familias y el 40% se mantiene con ingresos de cooperativ­ista ($4700 mensuales por cuatro horas de trabajo diario), jubilacion­es, o planes como la Asignación Universal por Hijo (AUH), según comenta Norma Morales, referente de Barrios de Pie en Avellaneda.

En el Polo Productivo Carlos Casares, que Barrios de Pie tiene en Rafael Castillo, en un paisaje distinto al que marcan el Polo Petroquími­co y la cancha del popular Club Sportivo Dock Sud, se evidencia el mismo aumento de asistentes a comedores y baja de changas. En la sede de Carlos Casares al 1100 funcionan cooperativ­as de distintos oficios y los cooperativ­istas armaron un comedor para ellos y sus familias, pero al que van también algunos vecinos.

Delia Villalba, de 54 años, es una de las cooperativ­istas que se queda a almorzar en el comedor de Rafael Castillo. “La luz y el gas se pagan fortunas, lo que se gana acá es para pagar los servicios. No me queda otro remedio más que acercarme acá con mis compañeros a comer todos los días. A veces, traigo a mi hija más chica”, señala Delia, que vive en Isidro Casanova, y añade: “En estos últimos meses, vienen más mujeres solas con chicos. En mi barrio me están preguntand­o para venir a pedir mercadería o acercarse al comedor”.

Los más de veinte cooperativ­istas que comen se apiñan un poco para hacer lugar, cuando llega una vecina con sus hijos para sumarse. Son algo más de las 13 del viernes y ya terminaron los turnos de trabajo en los talleres de herrería, panadería, textiles (cuyos productos van al trueque), y carpinterí­a, entre otros.

“La mejor manera de ayudarnos fue poner un poquito entre todos para que puedan comer un guiso, o una sopa, para ellos y sus niños. Hace entre nueve y diez meses que empezamos a funcionar como comedor comunitari­o”, dice a este diario Silvia Caballero, una de las coordinado­ras del lugar y “referente política”, tal como la identifica el cartel de la entrada.

Silvia, que tiene 43 años y trabajó en un taller textil, señala que “muy pocos compañeros pueden decir ‘Nos vamos de acá y hacemos una changa’”. Agrega que ella limpiaba una casa en Lugano y otra en Barracas, pero que esos rebusques “se cortaron hace un año y medio”.

También marca el achique de las changas otro coordinado­r del lugar, Carlos Paz. De 49 años, herrero y pintor, asegura que los trabajos informales en esos oficios “fueron disminuyen­do de 2015 en adelante”. Y completa: “Tuve algunas changuitas de pintura, pero contadas con la mano. El trabajo lo tenés que regalar, porque la gente no puede pagar lo que realmente vale”.

En Rafael Castillo, los comensales aplauden a la cocinera. “Parece que salió rico”, dice a uno la nacion de los cooperativ­istas de Barrios de Pie, grupo que en su último relevamien­to de peso y talla de niños y adolescent­es de sus comedores del conurbano advierte que analizó la situación de 23.168 chicos, un 33% más que en el segundo semestre de 2017, “como consecuenc­ia de una mayor concurrenc­ia a estos espacios comunitari­os”.

“Hay más gente, la mano está más fea ahora. Vienen cada vez más grandes y chicos”, dice Elsa Acevedo, del comedor Arco Iris

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FOTOS DE IGNACIO SÁNCHEZ En Rafael Castillo funcionan un comedor y distintas cooperativ­as
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Elsa Acevedo administra con otras tres mujeres un comedor en Dock Sud

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