LA NACION

El “factor Bolivia”, fuente de tensión y resistenci­a en Jujuy La polémica por la salud

La población de ese origen llega al 25%; la principal acusación, “falta de reciprocid­ad”

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SAN SALVADOR DE JUJUY.– En esta provincia, el debate por la migración tiene un nombre: Bolivia. El “factor Bolivia” recorre todo Jujuy. El 25% de la población (unos 180.000) son bolivianos, y muchos miles atraviesan a diario la frontera que separa Villazón de esta ciudad para estudiar, trabajar o atenderse en hospitales.

Sobre ellos se oye decir acá que son laboriosos, emprendedo­res, tranquilos, y que hacen un culto de la familia y las tradicione­s. Pero también los consideran pendencier­os, desagradec­idos y pedigüeños. “Nos reclaman vivienda, educación, salud… Se anotan en los planes de viviendas sociales y si no se les adjudica una enseguida, te acusan de que los estás discrimina­ndo”, dice Carlos Sánchez Mera, jefe de la delegación de Migracione­s en Jujuy.

Según cifras difundidas por autoridade­s de Gendarmerí­a hace dos años, de cada 10.000 bolivianos que ingresaban mensualmen­te por Villazón, el 60% no volvía a su país. Muchos bajan hasta el conurbano bonaerense y otros se quedan en la provincia, en no pocos casos ocupando tierras fiscales.

En esta capital se los encuentra por todos lados, y básicament­e concentrad­os en el comercio informal de frutas y verduras, y en la fabricació­n de ladrillos. En Huaico, el cerro que balconea sobre la ciudad, hay decenas de “cortadoras de ladrillos”, negocio que está exclusivam­ente en manos bolivianas. Pero el gran enclave de inmigrante­s de ese país en la provincia es Perico, ciudad ubicada a 35 kilómetros de la capital y famosa por su enorme mercado frutihortí­cola.

“No nos quieren”

En la Municipali­dad de San Salvador de Jujuy sostienen que los comerciant­es bolivianos “no están tan acostumbra­dos a las reglamenta­ciones y los límites”, sobre todo en la ocupación de los espacios públicos. Ahora, con el objetivo de ordenar la venta callejera, la comuna comenzó a distribuir permisos. La mitad fue para bolivianos.

Sin dudas, el mayor reclamo de muchos jujeños contra sus vecinos es la falta de reciprocid­ad. “Vienen acá y tienen derecho absolutame­nte a todo. Vas allá y te tratan mal, te cobran el doble la nafta y si tenés que ir a un hospital, hay que pagar, porque ahí la salud es privada”, dicen a coro ciudadanos de a pie y funcionari­os municipale­s, provincial­es y de Migracione­s. “¿Por qué no los queremos? Porque ellos no nos quieren a nosotros y nos lo hacen sentir”, argumenta el encargado de un restaurant­e en el centro de la ciudad.

“Somos un país demasiado bondadoso –se queja Sara Araceli Aranda, concejal por la UCR en La Quiaca–. Tengo 23 años como docente, y a los cientos de chicos bolivianos que cruzan todos los días la frontera para venir a nuestras escuelas no solo les permitimos que estudien acá, sino que los abrigamos, les damos zapatos, cuadernos, lápices, libros… Y en las escuelas rurales, también albergue: los padres los dejan cuando empiezan las clases y vienen cuatro meses después a buscarlos, para las vacaciones de invierno. ¿Y qué pasa cuando nosotros vamos allá? ¡Nos reciben muy mal!”.

Esa tensión subyacente se convirtió en crisis este verano cuando el gobierno jujeño anunció su decisión de enfrentar la falta de reciprocid­ad en el área de la salud. Propuso empezar a cobrar la atención hospitalar­ia a los extranjero­s; en su gran mayoría, bolivianos.

Aunque generó una fuerte polémica en los dos países, el proyecto de ley que crea el pago de una garantía de salud está siendo tratado en la Legislatur­a provincial, en la que el oficialism­o tiene mayoría. “Si vamos allá y nos cobran, ¿por qué acá va a ser gratuito?”, dice el ministro de Salud de Jujuy, Gustavo Bohuid. Admite, de todos modos, que implementa­r esa garantía “no va a ser fácil”, porque muchos bolivianos tienen doble nacionalid­ad.

El “factor Bolivia” puede tener derivacion­es inesperada­s. El año pasado, un equipo juvenil de fútbol de la localidad jujeña de Abra Pampa fue a jugar un partido a La Quiaca. Al llegar, se ve que el contexto y los 3500 metros de altura hicieron despistar a los chicos. Como si hubiesen cruzado la frontera, bajaron del ómnibus insuflados de nacionalis­mo, al grito de “¡Argentina, Argentina!”.

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