LA NACION

Octavio Paz, el hombre ilustrado

Poeta, crítico, ensayista, encarnó un tipo de intelectua­l hoy en vías de extinción; a veinte años de su muerte, sus libros no envejecen

- Daniel Gigena

Se acaban de cumplir veinte años sin Octavio Paz. Premio Nobel de Literatura 1990, ensayista, poeta y funcionari­o público en su país, México, Paz constituye un centro de irradiació­n de la literatura iberoameri­cana. Viajero que no desaprovec­haba la calidad de la experienci­a en tierra extranjera, iluminó “vasos comunicant­es”, para usar una expresión surrealist­a que tanto apreciaba, entre culturas distantes. Había nacido en 1914, durante larevoluci­ón mexicana, enciudadde México; en su juventud, se sumó a las huestes de José Vasconcelo­s cuando ese intelectua­l aspiró a la presidenci­a de su país. En ese período, Paz abrazó ideales anarquista­s, mientras se interesaba en cuestiones de vanguardia y moral. Según contó, Rafael Alberti señaló contradicc­iones entre la poesía que escribía, de tono intimista, y sus ideales revolucion­arios. Tras la publicació­n de Raíz del hombre, de 1937, el joven Paz comienza a viajar y su escritura se impregna de otras voces: la generación española del 27, los surrealist­as franceses, los poetas japoneses y el sólido legado latinoamer­icano de Pablo Neruda y César Vallejo. “Yo no encontraba oposición entre la poesía y la revolución: las dos eran facetas del mismo movimiento, dos alas de la misma pasión”, recordaría años después.

En Estados Unidos, adonde viajó becado por la Fundación Guggenheim, escribió el ensayo antropológ­ico por el que se lo conoce en el mundo:

El laberinto de la soledad. En ese escrito equiparabl­e a nuestra Radiografí­a

de la pampa (de Martínez Estrada), Paz toma distancia de los principios revolucion­arios y en una original fusión de biografía y crítica, de poesía y sociología, recurre a motivos como la máscara, la fiesta y los mitos. Para él, uno de los problemas de México consistía en ser una cultura cerrada a los cambios mundiales. Por consejo de su primera esposa, la escritora y periodista Elena Garro (que luego fue su némesis), censuró la represión política en la Unión Soviética.

El historiado­r mexicano Enrique Krauze, en Octavio Paz. El poeta y la Revolución, brindó un retrato impar del autor de El ogro filantrópi­co. “Algunos dicen que México descansa en Paz, otrosquepa­z nodescansa­banun-ca –dice la escritora y crítica literaria Silvia Hopenhayn−. Fue pasando de ‘ismos’ sin quedarse en ninguno: del surrealism­o al existencia­lismo, luego el estructura­lismo y finalmente, el orientalis­mo. Cabalgando el siglo XX, con arpa y lira, supo extraer palabras de los árboles; sus poemas y ensayos son corteza del lenguaje, tienen algo de viviente”. En septiembre, Hopenhayn volverá a brindar un curso sobre la escritura de Paz.

Capítulo aparte merecen sus escritos sobre arte. En Los privilegio­s de la

vista, él mismo se hace un lugar en la estirpe de Baudelaire, Apollinair­e y Breton. Fue un intérprete audaz de la pintura mural de Rivera y Orozco y un defensor de la exquisita obra de Rufino Tamayo. En el documental El

laberinto de Octavio Paz, de José María Martínez (que se puede ver online), Jorge Edwards, Elena Poniatowsk­a y Juan Villoro, entre otros, alaban y contextual­izan su pantagruél­ica producción, que incluyó la creación de dos revistas culturales: Plural y

Vuelta. En ese film, Mario Vargas Llosa, quizás el último intelectua­l de la talla de Paz, lo consagra como un creador imprescind­ible en el mapa de las letras latinoamer­icanas.

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