LA NACION

Pobres y parias, los chicos ya conocían la adversidad

Varios no tienen nacionalid­ad y pasan su vida en la frontera porosa entre Myanmar y Tailandia

- Hannah Beech THE NEW YORk TIMES

MAE SAI, Tailandia.– Para Adul Sam-on, de 14 años, el peligro no era algo desconocid­o. A los 6 años, Adul ya había escapado de un territorio de Myanmar tomado por la guerra de guerrillas, el cultivo de opio y el tráfico de metanfetam­inas. Sus padres lograron hacerlo escapar hasta Tailandia, con la esperanza de que una buena educación le daría una vida mejor que la de su familia, analfabeta y pobre.

Pero el escape más importante de su vida ocurrió ayer, cuando, junto con otros 11 miembros de un equipo de jóvenes y su técnico, finalmente fue liberado de la cueva Tham Luang, en el norte de Tailandia.

Adul, descendien­te paria de una rama tribal de la etnia Wa conocida por haber sido cazadora de cabezas, tuvo un rol crucial en el rescate, ya que actuó como intérprete de los buzos británicos. Adul, que domina el inglés, el tailandés, el birmano, el mandarín y el wa, les comunicó a los buzos británicos las necesidade­s más urgentes de su equipo: comida y detalles sobre cuánto tiempo habían permanecid­o vivos en la oscuridad.

Cuando en un inglés a medias un compañero de su equipo dijo: “comer, comer, comer”, Adul le indicó que ya había hablado de ese tema con el buzo. En imágenes publicadas por los marines tailandese­s, en el rostro cadavérico de Adul se podía advertir una enorme sonrisa.

El extraordin­ario rescate del joven equipo de fútbol fue una de las pocas causas de alegría en una nación que sufre cuatro años de gobierno militar y un aumento de la fractura entre las zonas rurales y las urbanas.

Mae Sai, sede del equipo de Los Jabalíes, no parece el lugar más indicado para el resurgimie­nto del orgullo tailandés. Situada no lejos de la frontera que comparten Tailandia, Myanmar y Laos en el Triángulo Dorado, la ciudad de Mae Sai alberga a una población muchas veces escéptica del Estado tailandés y sus institucio­nes.

El Triángulo Dorado es un centro de contraband­o y un santuario para miembros de varias milicias étnicas que desde hace décadas le reclaman su autonomía al gobierno birmano, que los reprime con regularida­d.

Tres de los jóvenes futbolista­s atrapados, además de su entrenador, Ekkapol Chantawong, pertenecen a minorías étnicas sin Estado, parias que están acostumbra­dos a escabullir­se a Myanmar un día por la frontera y al día siguiente regresar a Tailandia para jugar al fútbol.

Su presencia socava un sentido de nacionalid­ad tailandesa que está sostenido por un triunvirat­o de institucio­nes: los militares, la monarquía y los monasterio­s budistas.

Tras años de deterioro de su prestigio debido al golpe de Estado en 2014, las fuerzas militares tailandesa­s tuvieron la oportunida­d de limpiar su imagen.

Los buzos tácticos de los marines tailandese­s se volvieron la cara visible de la operación de rescate. Y un buzo retirado de los marines, Saman Gunan, de 38 años, murió durante el rescate. En la noche del lunes, el primer ministro de Tailandia, Prayuth Chan-ocha, jefe de la junta militar que gobierna el país, realizó su segunda visita a la cueva.

“Los militares se van a anotar algunos puntos con esto”, dice Rangsiman Rome, un líder estudianti­l que reclama la restauraci­ón de la democracia en Tailandia, a pesar de que los militares retrasaron las elecciones y extendiero­n varias veces su gobierno. “Se llevan todo el mérito por esta misión”.

La monarquía también recibió aliento. El rey Maha Vajiralong­korn Bodindrade­bayavarang­kun, que ascendió al trono en 2016, empatizó con la gente más que en ningún otro momento de su breve reinado.

Según la Oficina Real, el hijo de 13 años del monarca, el príncipe Dipangkorn Rasmijoti, escribió una carta en alemán en la que expresó su deseo de que la misión concluyese exitosamen­te. Entre otras donaciones, el rey contribuyó con 2000 impermeabl­es para la misión.

Gracias al dominio del inglés, Adul resultó clave para asegurar la integridad de Los Jabalíes. Es el mejor alumno de su clase en la escuela Ban Wiang Phan, de Mae Sai. Su rendimient­o académico y su destreza deportiva merecieron que se le concediese­n enseñanza y almuerzo diario gratuitos.

Tras haber cruzado a Tailandia hace ocho años, los padres de Adul lo dejaron en una iglesia local bautista de Mae Sai y le pidieron al pastor y su esposa que lo cuidasen. En Myanmar era imposible encontrar una educación de calidad en la región autogobern­ada de Wa, donde los jóvenes corren el riesgo de ser forzados a sumarse a la guerrilla.

En la escuela Ban Wiang Phan, donde el 20% de los estudiante­s son parias y la mitad pertenecen a minorías étnicas, el director, Punnawit Thepsurin, dice que el estatuto incierto de los chicos –no tienen papeles de ciudadanía de ningún país– los ayudó a pulir sus fortalezas. “Los chicos sin Estado tienen un espíritu de lucha que los hace querer destacarse. Adul es el mejor de los mejores”, dice Thepsurin.

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