Ingmar Bergman. El más moderno de los clásicos reafirma su figura de culto porteño
Dos ciclos y una muestra recobran el legado y la herencia del gran maestro del cine a cien años de su nacimiento
La vida, el amor y la muerte eran sus reflexiones centrales, las que Bergman nombraba añadiendo un “como siempre”, cuando se lo consultaba sobre los temas con los que fue edificando una de las filmografías más extraordinarias de toda la historia de la imagen en movimiento. Solo por esos tres tópicos será necesario volver una y otra vez a las películas del genial cineasta, pero…, ¿en qué se diferencia de otros admirados y necesarios maestros del siglo XX como Bresson, Antonioni o Tarkovski? Para un mundo que vive la aceleración de la imagen seguramente será menos hermético, como dirá un entendido, o menos árido en la aseveración del novato. Bergman condensa como pocos aquello que lo convierte en una suerte de “Shakespeare del cine”, aquel dramaturgo en quien descansa el sentido absoluto de la interpretación imperecedera de los grandes interrogantes del hombre.
Por eso, la excusa de la celebración del centenario de su nacimiento permite reactualizar su figura bajo la vigencia de su legado. Con una filmografía tan rica como distintiva, a Bergman no es posible encasillarlo en ninguna de las vigorosas corrientes estéticas que el cine vivió durante el siglo XX. ¿Es un director de cine moderno o es un director anclado en las formas clásicas? Como el más moderno de los clásicos se permitió llegar a límites impensados, y como el más clásico de los modernos, sus relatos encierran aquello que llevó al crítico estadounidense Harold Bloom a colocar a Shakespeare en el vértice del “canon occidental”, el dramaturgo que inventó nada menos que la personalidad humana.
Viene de tapa Pensamiento similar deben haber tenido los casi treinta directores ganadores de la Palma de Oro de Cannes que en 1997, por unanimidad, eligieron a Bergman como el depositario de “la Palma de las Palmas de Oro”, con la que el festival celebró su medio siglo y salvó de manera elegante una injusticia: que el artista sueco jamás recibiera una Palma de Oro en competición por sus películas.
Su cine tuvo tempranos reconocimientos en otras partes del mundo y, si bien es demasiado arriesgado atribuirle el sitial de “descubrimiento local”, es innegable que la proyección de Juventud, divino tesoro en el Festival de Punta del Este de 1952 (donde ganó el cineasta su primer premio internacional) y luego su consagración en el festival de Mar del Plata de 1959 con Cuando huye el día contribuyeron a cincelar una fama que en la Buenos Aires de los 60 calzaba como anillo al dedo: Bergman introducía desde el cine cuestiones propias de la filosofía y del psicoanálisis que eran furor entre aquellos espectadores que llenaban las revisiones que asiduamente programaba Alberto Kipnis en el Cine Lorraine.
Si bien Bergman nunca estuvo en Sudamérica, tenía referencias precisas de su reconocimiento y por eso incluía al Uruguay en la lista de los pocos países donde sus trabajos grabados para TV podían verse en salas cinematográficas cuando decidió retirarse del cine, en 1982. Por ende, tampoco estuvo en la Argentina, donde también hasta Saraband –con la que cerró su filmografía en 2003– pudo seguirse el rito de esperar “la próxima de Bergman” para un silencio compartido en la sala a oscuras.
Una instantánea devuelve la sonrisa eterna de Harriet Andersson en 1959 firmando autógrafos al bajarse de El Marplatense con la rotunda popularidad conquistada por Un verano con Monika. Bergman explicaba así su deslumbramiento: “No podía haber hallado a otra para interpretar a Monika. Me sentía muy atraído por Harriet, era increíblemente hermosa. Nunca conocí a ninguna chica que irradiara un encanto erótico tan desinhibido como Harriet”. Con ese film culmina la primera etapa de su cine, que hace foco en los amores desencontrados y en la lírica de la naturaleza que heredaba de los maestros nórdicos del cine mudo, donde insertaba escenas que resultan actualmente de enorme candidez, pero que incluso depararon episodios de censura en varias partes de un mundo en conflicto con toda insinuación sensual.
Hoy puede vérselo a Bergman animado y divertido en tomas de rodaje que significan un archivo de enorme valor, aunque nacido como un pasatiempo: “En los años 50, Bergman había comprado una cámara amateur de 9,5 mm que le permitía rodar un backstage muy divertido. Este material, junto con decenas de guiones, libros y hasta enseres domésticos, fue donado por él cuatro años antes de morir a la Ingmar Bergman Foundation. Gracias a que Martin Scorsese se interesó profundamente, pudimos preservar el conjunto de esas películas que muestran cómo era la ‘cocina’ de sus grandes obras”, confirmó a este cronista Stig Björkman, uno de sus grandes biógrafos, cuando visitó el país con la muestra “El hombre de las preguntas difíciles”, que homenajeaba al genio sueco.
Temores y traumas
Bergman nació en Uppsala el 14 de julio de 1918, hijo de Karin Äkerblom y Eric Bergman. Su libro de memorias Linterna mágica se detiene en los temores y traumas de la infancia añadiendo la férrea disciplina familiar. Dentro de ese mundo de represión y oscuridad, el niño Ingmar se vio atraído por una luz chispeante, la del cinematógrafo. Cuando tenía ocho años, Ingmar fue testigo –con inusitado dolor, como narra en el documental Bergman y el cine– de cómo su hermano mayor recibía como regalo un proyector de juguete que era su desvelo y él, un “humillante osito de peluche”. Consiguió hacerse del preciado objeto canjeándolo por su colección de 150 soldaditos de plomo. Nada volvería a ser como antes.
Pero existe un Bergman anterior a la fama como uno de los ghost writers del equipo de guionistas de la Svensk Filmindustri y continuista de films de Alf Sjöberg, para pasar luego a ser un joven realizador despedido de la productora emblema del cine nórdico porque “no tenía talento”. Un temprano encuentro en los sets con el legendario realizador Victor Sjöström le permite continuar en el mundo del cine y comenzar un camino de reflexión sobre la muerte, la lucidez y la creación artística que desembocará en Sjöström encarnando al viejo profesor Borg en Cuando huye el día, otro film clave del existencialismo bergmaniano. Al gigante del cine sueco del período mudo Bergman dedicará una obra de madurez para TV, Creadores de imágenes, nunca estrenada en la Argentina.
Bergman supo rodearse además de los mejores técnicos del cine escandinavo (como el gran fotógrafo Sven Nykvist), con quienes trabó una amistad imperecedera; de grandes actores a quienes brindó pleno desarrollo dramático, como Gunnar Björnstrand, Max von Sydow y Erland Josephson, y también de fulgurantes protagonistas que, cada una a su tiempo, fueron sus parejas sentimentales, como Harriet Andersson, Bibi Andersson o Liv Ullmann.
La actriz noruega, además de uno de sus grandes amores, es quizás una de las más perfectas depositarias de un legado que incluye su estilo de filmar. Con películas como Encuentros privados o Infidelidades –sobre guiones de Bergman–, demostrará la poderosa influencia de su dramaturgia y, por qué no, de la vida en común. Una unión que se convirtió en una madura amistad como puede verse en el documental Liv & Ingmar, donde Liv narra con emoción la tormenta desatada la noche en que Bergman murió, a los 89 años, el 30 de julio de 2007 en la isla de Fårö y con escasas horas de diferencia con el deceso de Michelangelo Antonioni. El título del documental metaforiza con acierto la inolvidable Fanny & Alexander, que resume el conjunto de su poética y las diversas etapas de su obra.
Con una filmografía que sigue despertando interrogantes hasta lo inabarcable, el ciclo “Centenario Bergman” (ver aparte) permite un renovado acercamiento con copias nuevas especialmente enviadas desde Estocolmo y precedidas de unas breves entrevistas con Bergman en las que él mismo presenta sus películas. Una manera de que esté nuevamente entre nosotros y reafirmando –tal como señaló su biógrafo Homero Alsina Thevenet– que no habrá otro Bergman, desde luego.