LA NACION

Sobrevivió al atentado y se refugió en el arte para sanar

AMIA. Hace 24 años, Regina Satz salió ilesa del ataque; hoy, dirige un centro cultural

- Carlos Sanzol

Mirta Regina Satz está en la avenida Córdoba a la espera de un taxi para llegar a su casa. Tiene algo de sangre en las manos y otro tanto de polvo que le cubre la ropa. A unas cuadras, sobre Pasteur 633, se oyen el vuelo de helicópter­os y el ruido seco de los ladrillos que caen de un edificio que se desmorona. Al entrar a su hogar, abraza a su hija Mora, de seis años, como si en ese acto pudiese encontrar algo de paz ante tanta destrucció­n de la que acaba de ser testigo. Hace unas horas, logró salir ilesa del atentado contra la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA), que dejó 85 muertos y cientos de heridos. Era el 18 de julio de 1994.

“¿Cómo sobrevivir después de sobrevivir?”, se cuestionó durante años. Hasta que un día encontró algunas certezas: abrió un centro de arte y dedicó su obra plástica a entender el horror.

Viene de tapa

“Busco mostrar la belleza de la herida. La belleza no solo es lo lindo, sino también el dolor y la tristeza”, argumenta mientras muestra uno de sus cuadros, Heridas en el aire, que tiene un fondo de azulejos negros y blancos agrietados sobre el que se recorta la figura de una mujer cabizbaja y desnuda.

Está nerviosa porque el jueves próximo, un día después del 24° aniversari­o del atentado, se estrenará en los cines Gaumont y Cosmos, el documental que cuenta su historia, Ikigai. La sonrisa de Gardel, que dirigió Ricky Piterbarg. Pronto, además, lanzará Azulejos, un CD con tangos, milongas y valses que compuso.

El 18 de julio de 1994, Satz salió de su casa a las 7.20 para ir a trabajar a la AMIA, donde se desempeñab­a como jefa de Tesorería. Estaba contenta: había comprado una taza y un repasador para estrenar en la oficina que ocupaba en el segundo piso de la renovada sede. Llevar esos objetos, relata, le hacía olvidar, por unos momentos, la sensación de miedo que había dejado el ataque a la Embajada de Israel, en 1992.

Al llegar a su oficina, alrededor de las 8, conversó por teléfono con la jefa de Personal, que estaba a unos metros de su escritorio. “Ese día se iban a mandar telegramas de despido. La AMIA se estaba reestructu­rando”, dice. Después, discutió un tema que no puede recordar con otro compañero. Solo se acuerda de que, en esa charla, ella se negó a hacer algo. “Él murió en el atentado. Me atormenta eso. Pienso mucho en los últimos momentos de mis compañeros. En sus vidas, sus gestos, el brillo de sus ojos…”, se acongoja.

A las 9.53, cuando explotó la bomba, Satz estaba sola en la oficina que compartía con sus cuatro colaborado­res. Lo primero que escuchó fue el ruido del estallido de los cristales de la ventana de su oficina. “Un sonido como el de una serpiente de cascabel”, describe. Los pequeños vidrios la cubrieron íntegra.

Desde el fondo, según le contaron los otros sobrevivie­ntes, el intendente del piso gritó: “¡Cuerpo a tierra! ¡To- dos debajo de los escritorio­s!”. Pero ella no lo escuchó. Si hubiese acatado la advertenci­a, habría muerto. Su oficina estaba a escasos metros del punto exacto en el que el edificio empezaba a partirse y derrumbars­e. No había tiempo para pensar. Hizo caso a su instinto de superviven­cia y escapó hacia la derecha. Tiempo después, otro sobrevivie­nte le dijo que parecía “una japonesita que corría en puntas de pie en el aire”. Y no se equivocaba: a medida que huía de la muerte se iba desmoronan­do el piso y las paredes. Para entonces, una parte de la sede se había reducido a escombros.

Logró, junto a unas 15 personas, llegar a un pasillo. No podía respirar: una nube de polvo lo invadía todo. Se abrazó con una amiga. Pensaron que estaban a punto de morir y lloraron al darse cuenta de que sus hijas iban a criarse sin madres.

Nadie sabía bien qué estaba pasando. Tampoco hubo especulaci­ones sobre la posibilida­d del estallido de una bomba. De hecho, Satz creyó que todo ese caos lo había provocado la explosión de la caldera.

En la huida, una compañera de Regina vio una escena, que tiempo después le relataría y que combinaba a la perfección la dicotomía vida-muerte: entre los escombros, una madre amantaba a una beba. Esa niña, nadie sabe cómo ni por qué, terminó en los brazos de Satz.

El grupo salió del pasillo y llegó hasta la terraza. Ahí, apareció la madre de la beba y Regina, sin preguntar ni decir nada, se la devolvió. Hace un mesdescubr­ióqueesani­ñahoyesuna mujer de 24 años que vive en Israel.

Desde la terraza, Satz miró hacia abajo y constató el horror que sucedía en la calle. Vio personas entre los escombros, escuchó gritos que desgarraba­n el alma, oyó a sus compañeros gritar el nombre de sus familiares que también trabajaban allí y se dio cuenta, con dolor, de que nadie les contestaba. “Era como si hubiese ocurrido una guerra”, describe.

Rápido, comprendió que no estaba segura en la terraza. La estructura que aún quedaba en pie podía caer en cualquier momento. Había que seguir escapando. No logra recor- dar la manera, pero junto con una amiga, consiguió salir por un edificio cercano. Tampoco sintió que , en la calle, estuviera protegida. Por eso, junto a su amiga, fue hasta un bar y usó el teléfono público para avisar a su esposo, Carlos, que estaba bien, pero no tuvo suerte.

Satz corrió hacia la avenida Córdoba y tomó un taxi con dirección a su hogar. Allí, le avisaron que Carlos había salido hacia la AMIA al conocer la noticia. Regina regresó. Unos momentos antes de su llegada, dos hombres trataban de impedir que su esposo, desesperad­o, fuera hacia los escombros a buscarla. Esa imagen aún la ve por televisión cada vez que emiten un informe sobre la AMIA y la vuelve a entristece­r casi como aquel día. “Lo vi venir por Lavalle. Corrí hacia él y nos abrazamos”, cuenta, mientras baja la cabeza y contiene, como puede, las lágrimas. Parece la mujer del cuadro, aún herida. Carlos falleció en 2006.

El después

Los días que siguieron al atentado, Satz siguió enfrentand­o el dolor: fue a los funerales de sus compañeros. Durante un año más, ayudó en el proceso de reconstruc­ción de la asociación.

Doce meses después, retiro voluntario de por medio, dejó para siempre la AMIA, ese espacio que, como cuenta, la contenía. “En ese momento, explotó una bomba interna en mí. Renunciaba a la seguridad y estabilida­d de un empleo. Me tiraba al vacío. Pero no me importaba porque yo ya había transitado el paso hacia la muerte”, indica.

Se tomó el tiempo necesario para indagarse y refugiarse en sus pasiones: el dibujo, la pintura, la escritura, la composició­n de canciones y el tango. Se graduó como profesora superior en Bellas Artes y empezó a dar clases a chicos en su casa. De a poco, construyó en su hogar el centro cultural Arte Inclán, donde confluyen la danza, las artes plásticas y la música.

Sin embargo, todavía le faltaba descubrir el modo en que podía plasmar en su obra artística el infierno que había vivido. Hasta que un día, se encontró con que tenía un martillo en una mano y un azulejo, en la otra. “De un golpe, lo rompí y descubrí una imagen”. En la destrucció­n estaba el germen de su obra. Así, se especializ­ó en la técnica del trencadis, una variante del mosaiquism­o. “Todos esos azulejos rotos, que luego se unen, forman algo sólido que resiste el paso del tiempo”, explica.

El 27 de junio de 2015, logró llevar esa idea a un mural que cubre el frente de su casa, en Inclán 3090, en Parque Patricios, y que fue declarado Sitio de Interés Cultural por la Legislatur­a de la Ciudad. Participar­on 150 personas para armar, con azulejos rotos, 96 figuras de un Carlos Gardel que ríe. Satz eligió esa imagen porque la sonrisa del cantante es lo que hermana, genera empatía y unidad con el otro. Era su homenaje a las víctimas del ataque a la AMIA.

“Me interesó contar el modo en que los embates, como el atentado, nos rompen y nos dejan hechos pedacitos y la capacidad que tienen algunas personas, como Regina, de poder juntarlos,, pegarlos y armar algo como el mural”, cuenta Piterbarg, el director de Ikigai…

Esa expresión japonesa, que significa aquello por lo que vale la pena vivir, Satz la hizo carne. Casi 24 años después de la herida que le abrió el atentado, encontró en el arte la fuerza necesaria para poder empezar a cicatrizar.

 ?? Fernando Massobrio ?? regina satz, de 60 años, coordinó el mural “la sonrisa de Gardel”, que reviste el frente de su casa
Fernando Massobrio regina satz, de 60 años, coordinó el mural “la sonrisa de Gardel”, que reviste el frente de su casa

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