Una serie que logró unir el pasado y el futuro de la TV
Lo primero que hizo la serie de Luis Miguel fue poner en su lugar a La casa de papel. La mediocre serie española quedó reducida a una curiosidad arqueológica, desplazada con justicia entre el público hispanohablante de Netflix por la apasionante biografía del astro latino y su entorno disfuncional. También en la Argentina hay franjas enteras de televidentes de paladar negro en cuanto al consumo de series que aguardan con inusitada ansiedad el desenlace de la primera temporada.
Lo que a primera vista aparece como una de las adicciones televisivas más raras de los últimos tiempos tiene una explicación bastante sencilla, que puede resultarle muy útil a Netflix para analizar algunas posibilidades estratégicas hacia el futuro. En esta hipnótica serie se cruzaron por primera vez la gran tradición del melodrama centroamericano (la serie de Luis Miguel es ante todo un extraordinario culebrón) y el futuro de la programación y la realización televisiva (vía streaming y servicios on demand).
Esta fusión dejó a la vista lo mejor de ambos mundos. Primero, una producción de gran envergadura, hoy imposible de afrontar desde la pantalla convencional. Segundo, un relato cargado de intriga y constantes revelaciones (algunas claves de la trama involucran a la Argentina y a algunos compatriotas) si consideramos que su materia prima es la biografía autorizada de una figura que dedicó su vida a cuidar su imagen. Tercero, la presencia de un villano colosal encarnado en Luisito Rey, el padre del cantante. Desde los tiempos del J.R. Ewing de Dallas no disfrutábamos en TV de un malo tan fascinante.