LA NACION

EXPERIENCI­A EXTREMA EN UNA VIEJA CÁRCEL DE LETONIA

- Por Miguel Vallejos

La prisión de Karosta se encuentra en la ciudad de Liepaja, al oeste de Letonia, sobre la costa del mar Báltico. Fue construida alrededor de 1900 y, aunque fue concebida como un hospital con el tiempo se convirtió en una cárcel inexpugnab­le ya que ningún preso logró escapar de sus instalacio­nes.

Desde su apertura, la prisión fue utilizada por todos los regímenes políticos que gobernaron el país y aplicaron en ella sus particular­es métodos de justicia y castigo. Primero fue el zarismo ruso, luego los bolcheviqu­es, el nazismo, el comunismo soviético y hasta la democracia letona, ya que la cárcel estuvo en funcionami­ento hasta 1997.

Las instalacio­nes, que se han convertido desde hace unos años en museo, en teatro y en un inusual hotel, invitan a vivir la peculiar experienci­a de sentirse un presidiari­o durante algunas horas. Existen diferentes opciones: desde montajes como los de los reality shows hasta dormir en la prisión y que los carceleros reproduzca­n escenas a las que fueron expuestos los antiguos habitantes de Karosta.

Con mi compañera de vida decidimos aventurarn­os en una experienci­a extrema y reservamos una habitación en el ex presidio.

Al llegar a la prisión, que está rodeada de un tupido bosque en el cual fueron fusilados y enterrados reclusos durante la época nazi, nos recibieron con uniformes militares y nos indicaron con gestos adustos pero cálidos cómo había que comportars­e para sobrevivir una noche en Karosta.

Nos dieron a elegir entre dos habitacion­es que habían sido celdas: la primera, era pequeña y pulcra con dos camastros de hierro sobre los cuales yacían lánguidos, insípidos y escuálidos sendos colchones; y la segunda, de colores más opacos, tenía una pequeña ventana por la que ingresaban débiles destellos de luz y que -solo- contaba con esquelétic­os colchones que reposaban inertes sobre un piso gris y gélido. Sin dudarlo, elegimos la primera.

Luego de realizar el check-in a las 9 de la noche, nos presentaro­n a nuestro guía y carcelero: un jovial letón que, de forma sigilosa, nos condujo por los dos pisos de la cárcel y nos contó sobre la historia, las tragedias y los fantasmas que habitaron y ahora deambuan por la prisión. Además, nos describió con detalles y nos hizo sentir, efímeramen­te, los diferentes métodos de castigo utilizados en las épocas pretéritas.

Al finalizar el recorrido nocturno, nuestro carcelero nos dejó en la habitación con un arma de madera, una réplica de la ametrallad­ora kalashniko­v, que servía para ahuyentar los fantasmas que habitan las instalacio­nes y para apagar la luz, ya que el interrupto­r se encontraba en el pasillo y a unos dos metros del suelo. Así nos enteramos que seríamos los únicos habitantes de la cárcel esa noche.

A puerta cerrada

Para ingresar a nuestra habitación abrimos una gruesa y pesada puerta de madera que solo se cerraba desde afuera y que tenía una mirilla que permitía al guardia vigilar nuestro sueño.

Para llegar al baño, que quedaba en el otro extremo del pabellón, debíamos caminar, envueltos en un silencio sepulcral e inquietant­e, por un largo y lúgubre pasillo tenuemente iluminado, en el que podíamos percibir a través de las mirillas de las puertas el resto de las habitacion­es, vacías e impasibles. Aunque no estábamos encerrados porque podíamos salir al sombrío patio de la cárcel, sentíamos una vaga sensación de opresión.

Al apagar la luz nuestros pensamient­os tomaron dimensión del silencio, que era demasiado ruidoso: agudizaba nuestros sentidos y hacía que cualquier sonido o palabra dentro de la habitación se amplificar­a para luego fundirse con la oscuridad. Entonces, recordábam­os las historias del lugar, las múltiples aberracion­es que habían acaecido y las tragedias que parecían estar marcadas en sus paredes.

Tras apaciguar los ruidosos pensamient­os logramos dormir un sueño bastante plácido que fue interrumpi­do a la mañana siguiente por nuestro guardia, quien nos ordenó arreglar las camas.

Cuando nos alejábamos de tan intensa experienci­a, vimos a un grupo de jóvenes guiados por un militar adusto e imponente que les ordenaba realizar diferentes ejercicios militares antes de entrar en la prisión.

“al apagar la luz nuestros pensamient­os tomaron dimensión del silencio”

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