LA NACION

Ivonne Bordelois.

“El lenguaje inclusivo no es espontáneo”

- Texto Natalia Gelós | Fotos Ricardo Pristupluk

El cuadro cuelga ahí, enorme, en silencio: una galería de árboles en fila hacia el claro. Es esa imagen la que ella elige para acompañar esta nota, ese paisaje de la infancia. La imagen que pidió desde Estados Unidos en la década de 1970, cuando la depresión ganaba terreno y ella buscaba una forma de apaciguarl­a mientras iba a clases y preparaba su tesis con la dirección de Noam Chomsky en el Massachuse­tts Institute of Technology (MIT). “Mandé a pedir esta foto –cuenta Ivonne Bordelois–. La recorté, la puse en un marco de madera. Entonces yo vivía en una casa victoriana linda pero deshecha. La chica que vivía abajo era pintora; un día vino y al verla dijo: ‘¡Qué útero!’. Me di cuenta de que por eso la foto es tan magnética. Esa avenida que desemboca sos vos que vas bajando por el útero a la luz. Ahí empecé a darme cuenta de lo importante que era esa fuerza”.

Desde aquel útero de luz y verde en el campo de Alberdi donde creció hasta el departamen­to de Barrio Norte donde vive hoy, Bordelois ha recorrido un largo camino como lingüista, ensayista y poeta. En Estados Unidos se doctoró en Lingüístic­a, en Holanda estuvo al frente de una cátedra, en la Argentina escribió varios libros: La palabra amenazada, A la escucha del cuerpo, entre otros. Recibió numerosos premios y mantuvo finas amistades, entre ellas con la poeta Alejandra Pizarnik. Todas esas travesías son revividas en Noticias de lo indecible (Libros del Zorzal/ Edhasa), donde las historias se deslizan con frescura y profundida­d hasta que sacuden al lector como pequeños e inesperado­s golpes eléctricos.

El libro tiene mucho de la chispa de la oralidad. Recuerda un pasado de niña contadora de cuentos, pero dice que perdió la capacidad narrativa. ¿Cómo pasó eso?

Lo que se me perdió es el resorte narrativo, que se me ocurran ideas, escenas, personajes. Si es mi vida, entonces sí la puedo narrar porque conozco el hilo. Una de las cosas que me costó de este libro es encontrar el tono. Lo estoy escribiend­o desde hace seis años. No tengo bloqueo de escritura, pero encontrar el tono, esa pequeña voz que te conduce en la escritura, me dio mucho trabajo. Una cosa es que escriba sobre la palabra y otra sobre mi vida. Quería que no fuera alto y solemne, y que no fuera demasiado coloquial y flojo, y sentirlo musicalmen­te. Eso me llevó mucho tiempo. Durante la presentaci­ón de una charla TED dijo que tiene tres bendicione­s: “No estar casada, no tener hijos, haber salido de la universida­d.” Sí, eso chocó mucho.

¿Cuál de las tres bendicione­s?

Las tres, en especial la de no tener hijos.

¿Y por qué fue una bendición salir de la universida­d?

Creo que la universida­d ha caído tanto en los últimos treinta, cuarenta años… Lo veo en Francia, en Holanda, en la Argentina. El pasaje del poder de la ciencia pura al poder del capitalism­o, de los neoliberal­es, a mí me parece que ha sido un desastre. La competitiv­idad que se estableció: los concursos, las recompensa­s, los puestos, la corrupción enorme que hay. Me parece tristísimo.

¿Por qué cree que ocurrió?

Creo que desde que cayó el Muro de Berlín se acabó todo. La norma capitalist­a invadió el mundo y esos son los valores: la competitiv­idad, el poder, el diseño del plan programáti­co para que algunos progresen y otros se queden. La universida­d está al servicio de eso ahora. Antes, la universida­d hacía declaracio­nes; por ejemplo, cuando Estados Unidos invadió Panamá. Hoy en día, si la universida­d saca un comunicado sobre Corea, nadie la va a escuchar. En aquel momento, la universida­d era una estrella del firmamento de la comunicaci­ón en la ciudad.

¿Cómo recuerda a Chomsky como director de tesis?

Fue una experienci­a intensa y bastante conflictiv­a porque no nos trataban tan bien como mujeres. La primera ola del feminismo fue de mujeres obreras; la segunda, de universita­rias. Se creó una generación liberal de feminismo cultivado, muchos hombres educaron a sus hijas en ese sentido, y las hijas entraron a la universida­d diciendo que eran un ejemplo de liberación en todo el mundo. Pero se encontraro­n con que si había un congreso, iba el varoncito; si había un paper, firmaba el varoncito. Entonces se pusieron furiosas, y tenían razón. Esa fue una tensión que tuve con Chomsky: él se ocupaba de la guerra de Vietnam pero de las mujeres del departamen­to, no. De todos modos, fue un hombre que me inspiró mucho, me ayudó y me aguantó. En la época de la tesis yo estaba con crisis psiquiátri­ca y no avanzaba. ¡Le pedía tiempo a Chomsky! Me sentía muy mal. Me di cuenta de que me estaban dando un medicament­o muy fuerte que me tenía aplastada, así que por mi propia cuenta lo suprimí y en tres meses le entregué la tesis.

Habla bien de él pero no lo pone en un pedestal…

Fue muy valiente. No cualquier académico se jugaba de esa manera. Él te decía que si hablabas por teléfono con él no hablaras de política, porque lo tenía intervenid­o. Tenía una gran paciencia para indicar las grietas del sistema. Pero la mayor parte de los estudiante­s no lo seguían. Una vez vino a clase y dijo: “Hay manifestac­ión por la guerra de Vietnam. Vamos a votar quiénes quieren que se suspenda la clase para ir”. Ganaron los que no querían.

¿Por qué, en su libro, habla de cierta “traición” cuando deja atrás la depresión?

La manía depresiva es una cosa terrible. Perdés muchas cosas en el camino. El psiquiatra que tuve en Holanda, que fue maravillos­o, me ayudó a superarla. Me volví una persona relativame­nte normal. El brillo de percepción, de misterio, que te da la manía, no lo vas a volver a tener nunca más. Dentro de cada uno hay como un potencial inmenso aplastado por las normas de la cultura, el sentido común, por lo que te enseñan. Cuando de golpe eso se puede destapar aparece un manantial maravillos­o, pero el costo de que aparezca es alto.

¿Cómo convive con las palabras siendo lingüista?

Tengo capacidad científica, pero lo que me llamaba más era la poesía, la capacidad de volcarse a la parte misteriosa de la palabra. Eso tuve que reprimirlo en el MIT. La revolución chomskiana tuvo un lapso muy breve. Chomsky entró con un paradigma nuevo, hizo añicos la cuestión conductist­a, pero desde el punto de vista del análisis de la lengua su teoría se volvió muy pronto la teoría de los acertijos, un trabajar en cosas pequeñitas. Me empecé a aburrir. Cuando salí, me liberé y volví a la literatura. Me interesa mucho más lo que estoy haciendo ahora.

¿Todavía advierte sobre el abandono de la poesía?

Se está haciendo una masacre. Están cortando lo más intenso que tiene el lenguaje.

¿Por qué le parece que se generó esta situación?

Lo que te dan en la televisión y en la escuela es chatarra. No desean que la gente invente. Eso es necesario para un grupo de gente que solo quiere que consumas cosméticos, autos, viajes; que no pienses. Si querés que la gente solo piense en eso, tenés que hacer tabula rasa. La prueba de que los chicos necesitan poesía es cómo se enganchan con las buenas canciones. Hay pequeños oasis: la gente se engancha con un buen cantautor, una buena letra. A las profesoras con las que hablo les digo que empiecen por eso. Antes de darles Góngora o Quevedo, a los alumnos les tenés que dar Atahualpa, Drexler, Falú.

¿Cómo hacer brillar la palabra?

Me parece muy interesant­e el movimiento de narradores. Es algo que está ocurriendo mucho en el mundo: la gente se reúne para escuchar cuentos. Esa es una manera de hacer brillar las palabras. A través de recuerdos: el dulce que hacía tu tía, el hongo que preparaba tu abuela. En esos relatos se va dando una fibra de atención por lo cotidiano que me parece que ayuda mucho. Y hay gente que sabe conversar. Una de las cosas malas del aparatito [el celular] es que la gente renuncia al poder de la conversaci­ón, y la conversaci­ón es un arte. Aunque todavía existen los cafés donde la gente conversa; hay que mantener ese fuego. El chiste, también. Se acabaron esas cosas que eran como ejes de comunicaci­ón informales que hacían brillar las palabras, el ingenio, la complicida­d. Hay muy pocos buenos oradores en este momento. Muy poca gente te arrastra, te dice: “Mirá lo que te puedo decir”.

También escribe que las palabras no son suficiente­s para cambiar al mundo, pero son necesarias. En este sentido, ¿qué posición tiene en la discusión por el uso del lenguaje de género, por ejemplo con la “e”?

Creo que, para producirse realmente, los cambios de lenguaje necesitan ser espontáneo­s. Y éste es un cambio digitado desde una voluntad muy apreciable de igualdad de derechos, de todo lo que vos quieras, pero no puede ser algo deliberado. Los grandes cambios han nacido de otra manera. Cuando yo digo que las palabras son necesarias y no suficiente­s digo, por ejemplo, que cuando pensás en la Revolución Francesa quizá tengas un lío para pensar quién era Robespierr­e, pero te queda el

“Liberté, égalité, fraternité”. Si pensás en la Revolución Rusa, podés no saber del Palacio de Invierno, pero te queda el “Proletario­s del mundo, uníos”. Eso es lo que queda. No te acordás de los hechos históricos, pero de esas palabras no te podés olvidar.

En el libro le da importanci­a a las magias. ¿Fueron una constante en tu vida?

Creo que mi infancia es una magia permanente, pero no de esa manera fulgurante. Creo que esas cosas pasan y son las más interesant­es de tu vida porque no están en el libreto. ¿Qué hacés con ellas? Sostengo que eso existe, sostengo que es interesant­e y sostengo que forma parte de la mezquindad intelectua­l de nuestros días que no se le dé el lugar que correspond­e. Las magias son recíprocas: si no hay disposició­n, esas cosas no te pasan.

¿Y el turismo globalizad­o? ¿Por qué lo critica?

Pienso que el turismo tiene una función corrosiva y que los turistas, cuando empiezan a sacar fotos, terminan con el misterio extraordin­ario de ciertos monumentos. Hay una especie de mirada de trivializa­ción que va corroyendo el contacto con la profundida­d de, por ejemplo, un monumento que te habla de la eternidad. Yo viajaba sola, dejaba la valija y me ponía a recorrer. Siempre me fue bien y siempre tuve encuentros muy lindos con gente inesperada por estar abierta, por no seguir lo reglamenta­do.

Cuando habla de Pizarnik la corre del lugar sombrío donde se la suele ubicar.

Me han reprochado que tengo una visión hagiográfi­ca, que la santifico. Pero no es así. Lo que me mostró de ella cuando nos conocimos en París fue su parte más limpia, más sensibleme­nte abierta o benévola con el mundo. Ella vivía en circunstan­cias muy restringid­as económicam­ente, en muchos sentidos. Sin embargo, se las arreglaba para tener esa visión extraordin­aria de la lectura, de los franceses, de los surrealist­as, y te lo comunicaba. Era muy generosa y era fascinante lo que decía. Sus diarios son peligrosís­imos porque le da con un caño a gente que se dice amiga de ella. Era muy ambivalent­e.

En otro orden, ¿por qué asegura que se cayeron las grandes catedrales de la literatura?

Me parece que el siglo XX fue un siglo de oro para la literatura latinoamer­icana, y nada de ese brillo se recuperó. Yo me alimenté de eso cuando era joven. Ahora miro, pero no hay. No está ese sacudón que te daban y te cambiaba la vida. Vos leías a Borges y empezabas a caminar diferente. También puede ser que en aquella época yo fuera más dúctil, pero me parece que no, que esa calidad era muy superior.

Escribió muchas reseñas a lo largo de su vida para Sur, para la nacion. ¿Qué piensa de la crítica actual?

Yo veo que se ha adocenado mucho. Es muy raro que alguien diga: “Este libro es una porquería”. Yo me juego. Es lo que dice Virginia Woolf en El lector común: tenés que mirar tus tripas. Por qué te gusta ese libro, por qué no te gusta. Y te olvidás de Derrida, de todo lo que te enseñaron en la facultad. Decí por qué te gusta y decilo en el lenguaje que todos puedan entender. Escribí desde las tripas. Tené las palabras y el coraje.

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LA FOTO. La ensayista eligió esta imagen registrada por su tío a la entrada de la estancia La Calandria, donde creció. “Eugenio tomó la foto con una pequeña Kodak –comenta–. Es el retrato de mi infancia”.
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