LA NACION

Con la poesía, ayudan a mujeres que pasaron por la cárcel en su reinserció­n social

Yo No Fui tiene proyectos artísticos y laborales en tres penales; su objetivo es construir vínculos y contener

- Victoria Mortimer

Es miércoles y 25 mujeres se encuentran reunidas en una casona del barrio de Flores. Con distintos recorridos, edades e historias, todas tienen algo en común: haber vivido la experienci­a de estar privadas de su libertad, en un penal o bajo arresto domiciliar­io.

Esa mañana soleada, participan del taller de escritura y periodismo que dicta la organizaci­ón social Yo No Fui, y entre libros y apuntes toman mate, juegan en el patio con sus hijos y comparten sus historias. Muchas son amigas.

Entre ellas está Gabriela Fernández, quien desde los 18 años entró y salió tres veces de la cárcel por robos. A los 29, no titubea al enumerar los dos acontecimi­entos que marcaron su vida y la llevaron a alejarse de las drogas y el delito: el nacimiento de su hija, Isabella, y escribir.

“En el taller no solo aprendo mucho, sino que también tengo una contención tremenda. Las chicas conocen mi historia y María Medrano [su fundadora] es como la madre de todas”, cuenta Gabriela, y agrega: “Amo escribir, es como hablar con tu alma”.

Yo No Fui ofrece proyectos artísticos y productivo­s dentro de cárceles de mujeres en todo el país, y afuera una vez que recuperan su libertad. Nació en 2002 como un taller de poesía que la abogada y poeta María Medrano comenzó a dictar en la Unidad 3 para mujeres del penal de Ezeiza.

Desde su fundación, uno de los objetivos principale­s es acompañar a las mujeres que están detenidas, fortalecié­ndolas y generando vínculos para que una vez afuera puedan retomar su vida y generar cambios positivos.

“Nos preocupaba mucho contenerla­s en el proceso de recuperaci­ón de la libertad, porque muchas nos decían que salir después de años de encierro y de haberse roto todos sus vínculos era lo peor: sin trabajo, más golpeadas y vulneradas”, explica María. Sentían que era un momento demasiado importante en la vida de esas mujeres y ahí tenían que estar.

A medida que las que asistían dentro de la cárcel comenzaron a recuperar su libertad, empezaron a brindar talleres afuera también, al principio improvisad­amente. “Hay muchas mujeres que por primera vez pueden decir y aceptar la violencia que sufren o sufrieron: al escuchar a otras, pueden empezar a soltar”, destaca Medrano.

Actualment­e, la organizaci­ón cuenta con 15 talleres y trabaja en la Unidad 31 y en el Complejo IV de Ezeiza; la Unidad 13, de Santa Rosa, La Pampa, y la 47 de José León Suárez; todas ellas, de mujeres.

Además, funciona como una cooperativ­a de trabajo (que brinda servicios y elabora productos propios) y tiene un colectivo editorial y otro fotográfic­o.

El equipo está formado por un grupo de 28 docentes, trabajador­es sociales, psicólogas, mujeres que pasaron por la experienci­a de la cárcel y abogadas.

El arte como medio

“Empecé a consumir a los 18. Cuando quedé embarazada me quise internar para rehabilita­rme, pero ningún centro me recibió. Me decían que estando en ese estado y en situación de calle no podían ayudarme”, relata Gabriela, que actualment­e vive con Isabella, de dos años, en el Bajo Flores.

Su vida fue todo menos fácil. Su padre la abandonó a los 4 años, dejándola sola con su nueva mujer, quien le pegaba y la abusaba sexualment­e. “Recuerdo que cuando ella llegaba, automática­mente me dolía la panza”, cuenta la joven, a quien luego, con 9 años, enviaron a vivir con su tío. “Estuve con él y su familia en Mar del Plata, hasta que empezó a mirarme de otra manera. Me tocaba y me hacía mirar pornografí­a”, describe.

Un día, Gabriela se animó a contar en su escuela la pesadilla que atravesaba. La enviaron a un hogar, pero a los 14 se escapó y estuvo en situación de calle. “Allí era donde me sentía más segura. Hasta que una señora me encontró y me dijo que me iba a dar trabajo. Con su marido, me encerró en un cuarto durante cinco meses, me prostituye­ron y me hacían consumir drogas”, agrega.

En el instante en el que la dejaron salir a tomar aire, se escapó, pero nunca se animó a denunciarl­os. “A mi tío lo denuncié y nunca se lo llevaron preso. Yo ya no confiaba más en nadie”, confiesa.

Aunque el eje de Yo No Fui es la formación y la capacitaci­ón, su fundadora resalta que su trabajo se basa en el afecto y la construcci­ón de vínculos sanos, con el objetivo de que las mujeres puedan sostener una vida digna.

“Lo que veo es un empoderami­ento impresiona­nte, hay una hermandad muy linda. Trabajamos mucho el autocuidad­o y cómo cuidarnos entre nosotras, porque muchas vienen con problemas de consumo, violencia de género y experienci­as como haber pasado por un aborto, que como mujeres nos atraviesan el cuerpo”, sostiene la fundadora de la organizaci­ón.

Gabriela limpia casas por hora, porque desde que salió de la cárcel por última vez, hace tres años, no pudo conseguir un trabajo fijo. “No recibí ningún tipo de apoyo. A los 21, la primera vez que quedé en libertad, solo salía de joda y seguía delinquien­do, pero la última vez por suerte una amiga del penal me trajo al taller”, cuenta.

María Medrano no trata a quienes participan de Yo No Fui como víctimas, sino que las impulsa a crecer desde el dolor. “Tenemos que dejar de victimizar­nos y ponernos siempre en el lugar de la pobre mujer que llega a situacione­s violentas. Hay que corrernos de ahí y empezar a construir de manera colectiva”, señala.

Para Gabriela, ella tocó fondo cuando probó la droga por primera vez: “La usaba para descargar mucha bronca. Pero mi pasado ya no es algo que me derrumbe, antes me daba lo mismo estar viva que muerta, ahora no”, asegura.

Gracias al apoyo de sus compañeras, Gabriela siente por primera vez que tiene el control de su vida. “Salir de la droga implica esmerarse, pero también saber recibir la ayuda del otro”, concluye.

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Victoria mortimer Gabriela Fernández junto a su hija, en una pausa del taller de escritura

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