Excelente y conmovedor, así fue el concierto que el director ofreció con la orquesta Staatskapelle Berlin, en el CCK
staatskapelle Berlin
★★★★★ excelente. director. Daniel Barenboim. programa: Sinfonía Nº2 en Re mayor, op. 73 y Sinfonía Nº1 en do menor, op. 68, de Brahms. En la Sala Sinfónica del CCK
Ante un concierto de dimensiones que superan las fantasías e, incluso, las expectativas más exigentes, se pueden dejar a un lado los modos habituales con los cuales se trabaja en la elaboración de una crítica. En este sentido, con los sonidos de la orquesta alemana todavía aleteando en la memoria, no parece desatinado comenzar con consideraciones generales que no hacen ni a la interpretación ni a las maravillas de las obras. Las emociones pueden abrirse paso y, desde la más íntima subjetividad, que, por supuesto, no tiene por qué ser compartida, se impone la necesidad de manifestar que el concierto que Barenboim y la Staatskapelle Berlin ofrecieron el viernes en la Sala Sinfónica del CCK es uno de los más gloriosos y conmovedores que se hayan vivido en las últimas décadas.
En esta ocasión, una de las orquestas más maravillosas del planeta, dirigida por un músico que se empeña en reafirmar su condición de argentino, alcanzó ese nivel tan excelso acá nomás, en la Ballena Azul, hoy devenida en Sala Sinfónica, una sala de gran belleza arquitectónica y de acústica perfecta.
En el primero de los conciertos que Barenboim trajo para hacer las cuatro sinfonías de Brahms, se interpretaron, en este orden, la segunda y, luego de la pausa, la primera. Simplemente, como una enumeración de algunas de las virtudes técnicas de la orquesta, se pueden destacar el ajuste impecable, la capacidad para desplegar todas las intensidades, absolutamente todas, una afinación general irreprochable y el talento y la ductilidad de cada uno de los solistas cada vez que la partitura lo requiere. Pero no solo de excelencias técnicas vivirán ni el hombre ni las orquestas.
En este caso, es quien estuvo al frente quien puso todas esas virtudes colectivas al servicio de una interpretación colosal. Brahms no escribió óperas. Pero, sin argumentos ni referencialidad alguna, sus sinfonías son auténticos dramas ya no en actos sucesivos, sino en movimientos. A las dos sinfonías, Barenboim les puso drama, colores, lamentos, ímpetus y ardores hasta alcanzar límites tan teatrales como los de una ópera. Las dos sinfonías interpretadas fueron dos catedrales magistrales.
En el comienzo de la segunda sinfonía, la orquesta sonó tersa, oscura y misteriosa. En el inicio de la primera, la misma orquesta elaboró una masa densa, impenetrable y profunda. Y tras ambos comienzos, en una y otra sinfonía, cada instante, cada pasaje, cada sección y cada movimiento tuvieron razón de ser en sí mismos y en función de una continuidad dramática impecable. Para lograr esa sucesión musical y argumental, Barenboim hizo latir cada pensamiento y le dio sentido musical y una realización impecable a cada frase. Dentro del total de excelencias, y solo por mencionar algunas, son de recordar la gracia y las exactitudes del tercer movimiento de la Sinfonía Nº 2, la desbordante poesía del segundo movimiento de la primera sinfonía y la contundencia con la cual concluyó ambas sinfonías. Nunca Brahms estuvo en tan buenas manos. Nunca Brahms sonó tan categóricamente bien.
Todavía restan más funciones de Tristán e Isolda y faltan las últimas dos sinfonías de Brahms y un último concierto dedicado a Debussy y a Stravinski. A la luz de lo ya visto y oído, no es difícil conjeturar que la Staatskapelle Berlin y Barenboim solo harán más profunda esta huella que está llamada a ser imborrable.