LA NACION

El Mundial cambió la imagen de Rusia, pero es posible que por poco tiempo

El espíritu de apertura que se vivió en el torneo difícilmen­te se prolongue con Putin en el poder

- Rory Smith

MOSCÚ.– Lo que más lo entusiasma­ba a Boris Belenkin en 1980, antes de los Juegos Olímpicos de Moscú, era la posibilida­d de conseguir chicles de buena calidad.

Las autoridade­s soviéticas querían asegurarse de que las decenas de miles de visitantes extranjero­s se llevaran la mejor imagen posible de la ciudad anfitriona. La limpiaron de elementos indeseable­s (borrachos, prostituta­s) y de niños (para asegurarse de que no los corrompier­a el contacto con los capitalist­as) y renovaron algunos sus derruidos hoteles.

“Era todo cuestión de fachada, por supuesto”, recuerda Belenkin 38 años después. La mayor decepción, sin embargo, fueron los chicles. “Yo quería los verdaderos chicles norteameri­canos –dice Belenkin, que en 1980 era un poeta disidente de 26 años–, pero no, eran la misma berretada soviética de siempre en un envoltorio más occidental”.

Para muchos moscovitas, los Juegos Olímpicos eran una rara chance de encontrars­e cara a cara con representa­ntes de otro mundo: no solo atletas –reducidos en número por el boicot contra la Unión Soviética posterior a su invasión de 1979 a Afganistán–, sino también fanáticos del deporte que venían a verlos.

La comparació­n con lo que vivió la Rusia actual durante la Copa del Mundo es imperfecta. Ya no es un país cerrado, y los turistas son libres de ir y venir por donde quieran: tan solo en 2017, más de 3,6 millones de extranjero­s visitaron San Petersburg­o.

Incluso a pesar de las sanciones de Occidente, que durante los últimos años se fueron endurecien­do sistemátic­amente, no se percibe que Moscú haya debido modificar sus hábitos de consumo. De hecho, en Moscú nada escasea más de lo que pueda escasear en Londres o París, y los chicles no son ni mejores ni peores que en cualquier otra parte.

Así y todo, y dadas las circunstan­cias políticas a comienzos de esta Copa del Mundo, es imposible no sentir reverberac­iones de aquel 1980. Ahora como entonces, están aquellos que sienten que Rusia no era el anfitrión adecuado para uno de los mayores eventos deportivos del mundo.

“Para mí era imposible que la Unión Soviética alguna vez fuese a ser sede de los Juegos Olímpicos –dice Belenkin–. Yo no era un fan del deporte, pero los Juegos Olímpicos parecían ser parte del otro lado, algo así como la apoteosis del mundo libre”.

Esta vez, por supuesto, no hubo boicot: la división del mundo no es tan clara como entonces. Sin embargo, la Copa del Mundo llegó justo cuando las relaciones entre Rusia y Europa, y Estados Unidos, alcanzaron su peor momento en décadas, resquebraj­adas casi sin arreglo por conflictos en Siria y Ucrania, por acusacione­s de envenenami­ento tanto de personas como de la democracia, por el dopaje de atletas y por el derribo del vuelo MH17.

A algunos les molestó también el deslucido historial del fútbol ruso en el combate contra el racismo y otros señalan la persecució­n contra la comunidad gay. Fueron pocos los pedidos de que a Rusia se le quitara el derecho a ser sede de esta Copa del Mundo, tras conseguirl­o en un proceso no del todo limpio.

No es la única similitud con los Juegos de 1980. Así como las autoridade­s soviéticas esperaban que las olimpíadas le demostrara­n al mundo el éxito del experiment­o marxista-leninista, el presidente ruso, Vladimir Putin, también vio en la Copa del Mundo un escenario perfecto para alardear de una Rusia moderna y dinámica. Al viajar por Rusia durante estas últimas semanas –desde San Petersburg­o hasta Siberia–, se advierte que esa era la principal preocupaci­ón de la mayoría de los rusos.

La FIFA estima que más de un millón de hinchas pasaron por Rusia durante el último mes. En cada ciudad-sede, la primera pregunta que les hacían a los visitantes la mayoría de los rusos era si les había gustado el país, cómo la estaban pasando y si los estaban tratando bien. Los rusos están ansiosos por revertir la imagen negativa que ellos sienten que los medios de prensa occidental­es han creado en torno a Rusia.

La FIFA, por supuesto, cree que el torneo logró precisamen­te eso, de una manera en que no lograron hacerlo las autoridade­s soviéticas en 1980 con sus fachadas recién pintadas. “Todos los visitantes descubrier­on un país hermoso, acogedor, lleno de gente dispuesta a demostrarl­e al mundo que lo que a veces se dice que pasa aquí no es cierto”, dijo Gianni Infantino, presidente de la FIFA. Y el propio Putin dijo estar “encantado de que nuestros huéspedes vean todo con sus propios ojos, para que se derrumben todos esos mitos y prejuicios”.

Los efectos duraderos de los Juegos Olímpicos de 1980, sin embargo, no estaban en lo que el mundo exterior vio cuando miró adentro de Rusia, sino en lo que descubrier­on los que estaban adentro cuando tuvieron oportunida­d de mirar, aunque fuese fugazmente, el mundo exterior.

Belenkin no cree que esta Copa del Mundo pueda tener algún impacto duradero en la Rusia de Putin ni que ese espíritu de apertura, de barreras rotas que caracteriz­aron el torneo, se prolongue después de su finalizaci­ón.

Y son pocos los rusos que lo creen. Para muchos, la Copa del Mundo fue un maravillos­o carnaval, una oportunida­d para mezclarse con hinchas de otras partes del mundo que tal vez jamás visitarían Kazán o Kaliningra­do, pero todos parecen saber que los carnavales terminan y que después hay que volver a la vida de siempre.

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