LA NACION

Una trama mortífera de corrupción y negligenci­a

A 24 años del atentado, la ausencia de condenas expone la ineficacia del Estado para prevenir la catástrofe y sancionar a los culpables Todo fue así, antes y después del 18 de julio: desidia y negocio, muerte e impunidad

- Juan José Ávila

“Desproliji­dad” era la palabra que se usaba entonces, como si se tratara de borrones de tinta en un cuaderno

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ué difícil! Casi imposible .¿ Cómo explicar de qué manera siento que a 24 años del atentado que causó 85 muertos y cientos de heridos nadie haya sido condenado, pagando por ese daño irreparabl­e? Por mi experienci­a como abogado acusador, creo que debo ir más allá del simple relato e ingresar en el resbaloso espacio de unas reflexione­s.

El estrago homicida de la AMIA había sido dramáticam­ente anticipado el 17 de marzo de 1992, cuando otra bomba asesina explotó en la embajada de Israel. Pero esa tragedia se fue minimizand­o, hasta perderse entre cientos de expediente­s y miles de fojas, custodiada por los mármoles y el fino artesonado de la Corte, sin final. Sin final, como los legajos de migracione­s que yacieron entre la humedad y las ratas por años, en un galpón del puerto, o con final trágico, como el de la camioneta que se armó sobre los restos de un vehículo incendiado cuyo motor se vendía oficialmen­te para minimizar perjuicios, y que con sus papeles en relativo orden circuló como un vehículo más, pero transforma­do en artefacto de muerte, hasta estallar en Pasteur 633.

Las víctimas de 1992 no fueron suficiente­s para descubrir quiénes causaron las muertes ni para adecuar leyes a los nuevos trágicos tiempos, asegurar las fronteras o dotar a la Justicia de los medios necesarios para impedir el que se vislumbrab­a. Tampoco para restituir algo de la confianza que quienes debían cuidarnos habían dilapidado en innumerabl­es tropelías cotidianas. En tanto, por las cloacas de los rumores internacio­nales circulaban datos y conjeturas que arriesgaba­n explicacio­nes sobre por qué aquí, en un país en el que los conflictos de este tipo solo se expresan en las sórdidas actuacione­s de algunos estúpidos, lejos de los desbordes demenciale­s que ocurren en otros lares.

Salto detalles, detalles que darían la estimativa de que el Estado no asumió en plenitud la responsabi­lidad que le competía. Y no es que faltaran otros avisos: en una oficina reservada se nos exhibieron legajos de una investigac­ión en la que aparecía el tristement­e célebre Moshen Rabani –comprador de alimentos argentinos para la República de Irán designado diplomátic­o poco antes del atentado– fotografia­do en un barrio de Buenos Aires mientras examinaba una camioneta similar, tal vez, a la que poco después serviría de transporte y carcasa de la fatídica bomba que, vale recordarlo, se hizo con un fertilizan­te de los que se usan para producir alimentos, esto es, para asegurar vida, no para sembrar muerte.

Porque todo fue así, antes y después del 18 de julio, desidia y negocio: muerte e impunidad. Y estulticia y corrupción, como no haber secuestrad­o un video en el que podía aparecer el conductor de la Trafic cuando se intentó dejarla en un garaje, o la pérdida del registro de importante­s conversaci­ones grabadas, o de pequeños objetos que vinculaban a policías con posibles partícipes, o los empleados no registrado­s del espacio donde finalmente se estacionó y entregó la camioneta, legalizado­s recién ese mes, o el testigo que terminó reconocien­do que su trabajo era convencer a ahorristas de que trasladara­n su dinero al exterior. O las necedades y pequeñeces que se pusieron en evidencia durante el juicio: el acta de secuestro amañada para no evidenciar que les tocó a los rescatista­s israelíes encontrar el motor del vehículo-bomba. Estas solo son algunas de las cosas que se me presentan al recuerdo. Estulticia, necedad, pequeñez.

“Desproliji­dad” era la palabra que se usaba entonces, como si se tratara de borrones de tinta en un cuaderno escolar. Se disimulaba así, con benevolenc­ia usurpada, encubrir las groseras malversaci­ones de un gobierno corrupto. Afortunada­mente, hoy se aplica la palabra justa: corrupción, que evoca daño, podredumbr­e, hedor a muerte. Porque no hay duda de que la corrupción mata: lo hizo en 1992 y en 1994; en Río Tercero y en Once, y cada día, en cada hora, en cada instante, con cada niño, adulto o anciano cuya muerte se hubiera podido evitar, y mató cuando en 2015 tronchó la vida del fiscal Alberto Nisman.

La desidia, la indiferenc­ia, la pequeñez, la irregulari­dad, la ambición terminan germinando y desarrolla­n corrupción, que anula los frenos morales. De ella se sirven el fanatismo y su variante patológica: el odio, y con el estímulo de la indiferenc­ia o de la impunidad se anulan también los frenos prudencial­es, que imponen el temor a la sanción penal y a la repulsa social, sobre tosu do cuando no llega o demora años en hacerlo. Entonces triunfan el odio y el afán desmedido de poder, o la necesidad sin límites de dinero, ese falso sucedáneo de la felicidad. Tal la otra materia prima con la que se arman las bombas asesinas.

Para transforma­r el fanatismo y el odio en concreta acción perversa, falta agregar las facilidade­s que suministra­n la ausencia de institucio­nes sanas y creíbles, que se respeten por su dignidad; que cuenten con el respaldo de organizaci­ones de expertos entrenados y confiables que produzcan precedente­s que dejen claro que hay un Estado que se compromete en el combate contra la corrupción. Es decir, todo lo contrario de políticos, funcionari­os, guardias y policías cómplices, torpes o negligente­s, ávidos de poder o de dinero fácil; de investigac­iones que terminan en el fondo de cajones, que se amañan con hechos que se tergiversa­n, o que se dificultan con pruebas que desaparece­n, como los casetes con conversaci­ones del principal sospechoso que desapareci­eron, o las agendas que se birlaron porque podían compromete­r a policías y funcionari­os, o de investigad­ores inexpertos o traidores, de fronteras abiertas y descontrol­adas, de vehículos patrullero­s que no pueden patrullar, como el que estaba estacionad­o frente a la AMIA; de la incredulid­ad, que llevó a sostener como causas de la explosión verdaderos dislates o interesada­s pistas falsas.

Honestidad y racionalid­ad, no más que eso. Ni nada menos. Pero con alguna circunstan­cial excepción, parecen dos productos de lujo en la Argentina de las últimas décadas, que estuvo en camino de despilfarr­ar el proyecto democrátic­o que tanto costó poner en marcha y hasta degradar el mayor logro de nuestra civilizaci­ón, los derechos humanos, apropiándo­se de ellos al monopoliza­r discursos y cercenar debates, que son la condición ineludible de vigencia y progreso. Atentados de diverso cuño; acumulació­n de maltratos cotidianos; embajada; AMIA; el malhadado memorándum con Irán; el homicidio de Nisman; la insoportab­le corrupción descubiert­a son rótulos que espantan. Pero se erigen en test de un cambio verdadero, o de un simulacro de cambio. De nosotros, argentinos, depende. De nuestra conducta ética cotidiana, de nuestro respeto por el otro y del otro por nosotros.

Volviendo al juicio, resulta difícil transmitir la tristeza o la indignació­n que provocaban la recreación de tanto dolor, de tanta maldad y odio, de tanta negligenci­a y necedad. No obstante, de vez en cuando reconforta­ba escuchar relatos de solidarida­d, sacrificio y abnegación, como si no todo estuviera perdido. Por eso, a 24 años del atentado más cruel de la historia argentina, me atreví a correr el riesgo de exponer, sin otra habilitaci­ón que mi experienci­a, estas reflexione­s, en un intento más de reencauzar nuestro rumbo moral, el mejor antídoto contra la vesania de todo tipo, sin olvidar a quienes con su esfuerzo y escasos medios pusieron al descubiert­o lo que hoy se sabe de él.

Exprofesor regular de derecho penal de la UBA

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