Desastre pesquero en Chile
El 5 de julio pasado, casi un millón de salmones exóticos se fugaron en aguas chilenas desde las jaulas de cría de la empresa Marine Harvest. Esto ocurrió en Punta Redonda, ubicado en la isla Huar, del mar interior de Chiloé. Los empresarios reconocieron el desastre y también que 463.000 de esos peces se hallaban en tratamiento con altas dosis del antibiótico Florfenicol, que los hace no aptos y peligrosos para el consumo humano.
El impacto ambiental de las liberaciones de especies ajenas a los ecosistemas silvestres (marinos o terrestres) es la segunda causa de extinción a nivel mundial. Por ello, este tipo de producciones con jaulas de cría en aguas abiertas representa una amenaza ecológica, sanitaria y hasta productiva para los pescadores artesanales de peces autóctonos.
Es sabido que los restos de muchos de los peces muertos en estas estaciones de cría terminan arrojados al mar, favoreciendo la propagación de patologías y también la proliferación de algas negativas para los ecosistemas marinos y perjudiciales para los muchos peces autóctonos de alto valor económico.
La historia de las especies invasoras demuestra en todo el mundo que las fugas son una de las principales causas de origen de estos problemas, que atentan contra la biodiversidad, las economías regionales, la salud pública y la salud de los ecosistemas. También se sabe que una vez liberadas su control o erradicación exige inversiones millonarias para detener sus impactos negativos en todas esas esferas. La Argentina lo sabe y tanto el Gobierno como distintas ONG luchan contra ello. Sin embargo, recientemente, el Ministerio de Agroindustria de la Nación suscribió un convenio de cooperación con Noruega para analizar la potencial cría intensiva de peces exóticos en jaulas oceánicas o en piletones “indoors”, como en Chile, pero en aguas marinas de Santa Cruz y Tierra del Fuego.
Lo cierto es que en virtud del abundante conocimiento científico sobre la amenaza que representan las especies invasoras en el país y del episodio ocurrido en el mar de Chiloé –que, aclaremos, no es aislado–, estas formas de producción van a contramano de lo aconsejado por los científicos y ambientalistas. Además, las evaluaciones y análisis pecan por focalizarse en los aspectos productivos y no en los riesgos ecológicos. Si a ello le sumamos que nuestro país no es un modelo ejemplar en materia de control de la actividad pesquera, como tampoco en la fiscalización del uso de sus recursos naturales terrestres, abrir nuevos frentes de control es no menos que imprudente.
Por ello, en el actual marco político, económico, administrativo, ecológico y científico lo mejor es apostar a mejorar las capacidades de pesca sostenible de nuestros propios recursos y de su control eficaz. El desgraciado ejemplo chileno nos ayuda a reflexionar en esta dirección.