Con una presentación única en el CCK, Daniel Barenboim retomó la obra de Brahms para otorgarle nuevos matices
★★★★★ excelente. director: Daniel Barenboim. programa: Sinfonía Nº 3 en Fa mayor, opus 90; Sinfonía Nº 4 en Mi menor, opus 98. En el CCK.
Con la conclusión del ciclo sinfónico de Brahms, Daniel Barenboim dio otra auténtica lección. ¿Quién, si no él, habría sido capaz de hacer una noche Tristán e Isolda y la siguiente este otro polo, tan distinto en algunos aspectos y tan cercano, sin embargo, en la persecución de una unidad temática? Y hay que decir que, como pasó en 2008, cuando con esta misma orquesta hizo las tres últimas sinfonías de Bruckner y las Variaciones opus 30 y las Cinco piezas opus 16 de Schönberg, el maestro preparó también esta vez una conversación que ilumina las dos partes.
Como sea, el Brahms que entregó Barenboim es ya tan ineludible e inolvidable como el Tristán. El filósofo Ludwig Wittgenstein dijo una vez que la música de Brahms era en blanco y negro. Algo de razón tenía, pero esa falta de color es funcional a la nitidez de los temas. La Sinfonía Nº 3 de Brahms se arranca a sí misma de la nada con una inquietud que nunca se escuchó más desasosegada. El modo en que Barenboim perfila la melodía es sencillamente único, con un sentimiento melódico inclaudicable. Pero no es solamente la nitidez de la línea, sino el modo en que se marca cada modulación, como la que sobreviene en el primer movimiento. Hay además una estratificación tímbrica. Barenboim es un mago de la transparencia, y aunque el blanco y negro del que hablaba Wittgenstein sea cierto, el maestro depara la ilusión de un color latente.
En su crucial ensayo Brahms, el progresista, Arnold Schönberg explicó que la pericia más importante de un compositor era “no perder de vista el futuro más remoto de sus temas motivos, conocer anticipadamente sus consecuencias”. Esa pericia que Schönberg reclamaba del compositor puede generalizarse también a quienes deben ocuparse de la realización física de la partitura. Nadie posee esa pericia en mayor grado que Barenboim y en ninguna otra parte resultó tan evidente como en la lectura que hizo de la Cuarta sinfonía. El pathos de Brahms no es meramente sentimental; procede de sus propios principios constructivos y de la emoción que procrea la evidencia de esa misma construcción, del hilo dramático entre principio y final.
Pero esa revelación es paulatina, y Barenboim es un maestro del suspense. Aquí resulta decisiva la administración de las dinámicas; después de todo, un crescendo de Brahms es muy distinto de uno de Bruckner, y Barenboim conoce como nadie esa diferencia. Todo lo que sucede parece suceder por primera vez, como si Brahms hubiera escrito la sinfonía esta mañana.
Para la sala sinfónica del CCK, la actuación de la Staatskapelle Berlin (cada uno de sus instrumentistas parece un solista por derecho propio) es una suerte de refundación, y hasta ahora no había sido posible advertir su maravilloso comportamiento acústico. También por esto tenemos que darle las gracias a Barenboim.