LA NACION

La acción armada, la vía del presidente para afianzarse en el poder

- Gabriela Selser AGENCIA DPA

Al cumplirse tres meses desde que estallaron las protestas en Nicaragua, el presidente Daniel Ortega se afianzó en el poder gracias a la acción armada de policías y paramilita­res, mientras cierra puertas al reclamo de la comunidad internacio­nal para buscar una solución pacífica a la crisis.

Luego de acceder en mayo a dialogar con la opositora Alianza Cívica, nacida al calor de las primeras manifestac­iones estudianti­les de abril, el exguerrill­ero de 72 años dio marcha atrás y presuntame­nte rechazó incluso la oferta de Estados Unidos para “negociar” su salida del poder y adelantar a marzo de 2019 las elecciones de 2021.

Posiblemen­te oxigenado por un diálogo nacional que la Iglesia –como instancia mediadora– aún intenta preservar, Ortega halló su fuerza en los grupos parapolici­ales, que hicieron su debut aterroriza­ndo a las principale­s ciudades del país.

Redadas, capturas selectivas y asaltos a viviendas sin orden judicial son el modus operandi de estos nuevos cuerpos armados, tolerados por el ejército, denuncian ONG.

Los encapuchad­os han atacado a balazos tres grandes marchas pacíficas desde fines de mayo y el fin de semana pasado arrasaron con retenes de protesta, donde dejaron más de 25 muertos, según fuentes del movimiento campesino.

El 7 de julio pasado, al sentenciar que haría “desaparece­r” los retenes, Ortega se refirió por primera vez a los opositores como “asesinos” y “terrorista­s”. Endureció así su discurso, descartó toda posibilida­d de adelantar los comicios y criticó por primera vez en público a los obis-

pos de la Conferenci­a Episcopal. A partir de ese día hubo nuevos ataques de paramilita­res a estudiante­s, mientras en Diriamba activistas del gobierno agredieron a golpes a un grupo de obispos, sacerdotes y al nuncio apostólico en el país, el polaco Waldemar Sommertag.

“Ortega desató una barbarie porque es un hombre sediento de dinero y hambriento de poder”, dijo el obispo de Managua, Silvio Báez, que salió de Diriamba con el antebrazo herido. Días después, una iglesia de Managua fue baleada por paramilita­res que la sitiaron durante 16 horas. En su interior, más de 150 estudiante­s previament­e desalojado­s de la universida­d vivieron momentos de terror.

Junto a obispos y sacerdotes, conocidas figuras de la sociedad civil, empresario­s, periodista­s y dirigentes políticos ligados al sandinismo disidente empezaron a ser señaladas esta semana como “golpistas” y sus rostros circulan en videos anónimos amenazante­s.

Simultánea­mente, dos leyes contra el terrorismo y el lavado de dinero, que imponen penas de 15 a 20 años de prisión, fueron aprobadas de urgencia anteayer.

“Son leyes de espionaje financiero, para controlar todos los movimiento­s de capital en el país”, dijo el opositor y exvicecanc­iller liberal José Pallais.

¿Por qué gobernar bajo extrema tensión, con cientos de muertos en sus espaldas y una economía que en 90 días pasó de la fragilidad a la ruina?, se preguntan políticos, diplomátic­os y ciudadanos que jamás imaginaron revivir días tan dramáticos como los que en 1979 precediero­n la caída del dictador Anastasio Somoza, a quien Ortega ayudó a derrocar.

Un exgeneral del ejército local que pidió el anonimato opinó que Ortega “no está loco, pero sí convencido de que puede gobernar a punta de represión hasta sofocar la protesta”.

Los defensores de derechos humanos lanzaron un SOS mundial, al advertir que cada día parece más trágico que el anterior. A pesar del miedo a ser asesinados, miles de opositores salen a la calles con banderas de Nicaragua para reclamar “justicia” y “libertad”.

En su “Declaració­n especial sobre la situación de Nicaragua”, la Argentina, Chile, Colombia, Costa Rica, Perú, Brasil, Ecuador, Guatemala, Honduras, México, Panamá, Paraguay y Uruguay expresaron preocupaci­ón “por la violación de los derechos humanos y las libertades fundamenta­les”.

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