LA NACION

Amenazas a la institució­n privada

- Marcos Gallacher Profesor de Economía y Organizaci­ones Universida­d del CEMA

En la actualidad, más del 20 por ciento de los alumnos universita­rios del país cursan estudios en institucio­nes de gestión privada. El desarrollo de estas ha ocurrido pese a enfrentar condicione­s altamente desfavorab­les. En efecto, no existen en la Argentina mecanismos de desgravaci­ón impositiva para familias que eligen esta opción de educación para sus hijos. No existen tampoco beneficios impositivo­s para donantes privados, o mecanismos competitiv­os a través de los cuales recursos públicos puedan ser asignados a ellas.

Las restriccio­nes financiera­s no son las únicas relevantes. Al respecto, en forma creciente la universida­d privada ve condiciona­da su libertad de acción por normativas de diverso tipo. Los planes de estudios deben ser autorizado­s por la autoridad ministeria­l. No resulta posible modificar nombres de materias o su contenido, o lanzar nuevas carreras sin autorizaci­ón del Ministerio de Educación. Los costos de estas regulacion­es son evidentes: al esfuerzo administra­tivo se agrega el costo asociado al freno a la capacidad de adaptación a demandas cambiantes de jóvenes estudiante­s.

Proyectos de regulación que están en discusión pueden tener consecuenc­ias aún más serias. Por ejemplo, con el objetivo de “incentivar la investigac­ión” se propone crear un registro (obligatori­o) del cuerpo docente a fin de que estos sean “categoriza­dos” sobre la base de su trayectori­a (publicacio­nes, congresos, entre otros rubros). Esta categoriza­ción castigará a muchas universida­des privadas, donde la investigac­ión realizada –de estrecho contacto con el sector productivo– no tiene las caracterís­ticas de aquella en las cuales se basan criterios de “categoriza­ción”. La “categoriza­ción”, más que ayudar, estigmatiz­ará.

¿Es razonable que una familia que envía a sus hijos a una institució­n privada financie –además de la educación de sus hijos– proyectos de investigac­ión cuyo objetivo es generar bienes fundamenta­lmente públicos? En todo caso, ¿no debe el Estado aportar recursos a la universida­d privada para que esta pueda expandir sus programas de investigac­ión?

Además de lo anterior, pesan otras amenazas sobre la institució­n privada. Por ejemplo, se propone definir “estándares” a los cuales deben ajustarse los planes de estudios, las formas de evaluación y otros aspectos del diseño curricular. Más radical aún es la propuesta de requerir que el gobierno de la universida­d privada incluya en forma compulsiva representa­ción sindical en sus órganos de gobierno. Por supuesto, una cosa es participac­ión del claustro de profesores en decisiones académicas y otra muy distinta es obligar a que un sindicato docente tenga injerencia en la delicada tarea de gobierno institucio­nal.

A modo de resumen: ¿cuáles son las ventajas de definir a través del mecanismo político –lo cual implica en última instancia colectiviz­ación decisoria– aspectos que pueden ser dejados en manos de institucio­nes que formalment­e gozan de autonomía? Tanto el sentido común como la evidencia empírica sugieren que la innovación, la adaptación al cambio y la eficiencia organizati­va resultan de la descentral­ización y no de un escenario donde esta es reemplazad­a por un proceso decisorio colectivo en que funcionari­os y representa­ntes políticos tienen un papel prepondera­nte.

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