LA NACION

Fútbol claustrofó­bico

Ezequiel Fernández Moores

- —para LA NACION—

El oso como símbolo ruso, cuentan los historiado­res, fue invención británica en plena rusofobia del siglo XVII. Si el imperio británico era el bravo león, la expansión rusa era el oso, animal típico de las tierras ocupadas, pero vago y bárbaro. Los rusos, suele suceder, reconvirti­eron a su oso y hasta lo hicieron mascota deportiva. Imposible olvidar a Misha, el osito de los Juegos Olímpicos Moscú 80, mucho más agradable que el oso con garras amenazante­s de la Guerra Fría. En rigor, las garras del oso luego comunista y que ya daba miedo, habían debutado en panfletos británicos del siglo XIX. Dos siglos después, la Rusia versión Copa Mundial de la FIFA nos regaló este último mes al simpático lobito Zavibaka. Pero sigue habiendo un oso con garras que sí nos amenaza. Lo llaman “fútbol claustrofó­bico”. La muerte de lo que alguna vez pudo ser el fútbol arte.

Cuando cayó el Muro, el mundo saludó a la nueva Rusia. “Vamos a hacerles el peor de los servicios: vamos a privarlos del enemigo”, llegó a decirle a Occidente Gueorgui Arbatov, consejero diplomátic­o de Mikhail Gorbachov, “el Gandhi ruso”, el presidente de la glasnost, la era de la transparen­cia. Hoy, en la Rusia de Vladimir Putin, el comunismo parece pieza de museo. “¿A quién debe ir a ver una persona que quiera afiliarse al Partido Comunista?”, es una de las bromas. “Al psiquiatra”. Otra dice que “comunista es aquel que ha leído a Marx y anticomuni­sta es aquel que lo ha comprendid­o”. Como sea, la Rusia de Putin, supuesta amiga de Donald Trump y del Brexit, sigue alimentand­o demonios en Occidente. Su selección mundialist­a, en cambio, no tiene afortunada­mente tanta influencia. Es el equipo del gigantesco centrodela­ntero, imposible falso 9, de 1,94m y 89 kilos, Artem Dzhuva (“Dzhuvadona”, le decía un comentaris­ta por algunas actitudes maradonian­as), símbolo de un equipo que emocionó por su entrega, pero que asustó por su fútbol.

Tampoco se podía exigirle más. Rusia venía de derrota tras derrota y jugó el Mundial solo gracias a su rol de anfitrión. Bastante hizo. Estuvo a un penal de eliminar a la Croacia finalista. ¿No habríamos podido, en cambio, pedirle algo más que pragmatism­o a la Francia campeona de los exquisitos Kylian Mbappé, Antoine Griezmann y Paul Pogba? ¿Puede renunciar el fútbol a la felicidad de la belleza? ¿Reducirse a lo meramente utilitario? Difícil discutirle al campeón. “En el fútbol”, me respondió una vez el Maestro Oscar Tabárez, “tiene razón el que gana”. Siempre es bueno leer a Jorge Valdano. Durante el Mundial escribió en The Guardian. En su última columna recordó primero lo que implicó la eliminació­n de Lionel Messi y Cristiano Ronaldo en un mismo día. Héroes individual­es. Y luego las eliminacio­nes de España y Alemania, campeones de 2010 y 2014, héroes colectivos del fútbol de posesión. Fútbol en crisis.

“En Rusia”, escribió Valdano, “la virtud se convirtió en vicio” y el tiki-taka se convirtió “en caricatura de sí mismo”. Ignoró el arco rival como un escritor que domina perfecto el lenguaje, pero olvida lo que quiere decir. Para peor, ante el primer fallo, después de la primera imprecisió­n, nació la desconfian­za. Y el riesgo que significó siempre asumir la iniciativa, adueñarse de la pelota, terminó siendo derrotado por el miedo a la pérdida de esa pelota y a sufrir un gol de contraataq­ue. La victoria del miedo por sobre el riesgo derivó en aburrimien­to. “En tiki tiki, no tiki taka”. Con el arte obligado a la pura eficacia, el espectácul­o pasó a ser entonces la épica. Los islandeses vikingos, el heroísmo ruso o el nacionalis­mo croata. Y el aplauso a la roca francesa, que fue una especie de Argentina 1986, sin Diego Maradona, claro, pero siempre con control absoluto del juego. “La belleza del hormigón”, como citó alguna vez el colega Andrés Burgo. Europa sigue contratand­o a nuestros cracks por la calidad de su juego. Acá les exigimos ante todo que corran, no que jueguen.

Valdano lo define como el triunfo del fútbol “claustrofó­bico”. Agravado porque, con las áreas ahora vigiladas por las cámaras del VAR, muchos equipos duplican el esfuerzo para frenar el juego antes, interrumpi­endo con faltas “tácticas” que por supuesto deben realizarse afuera de la “zona militariza­da”. El fútbol, controlado por los gerentes, aún cuando la dirigencia contrata a exfutbolis­tas para disimular la corbata, rinde culto a la eficacia. Parecido a la política. La pelota sirvió a Putin para rearmar relatos. Allí están hoy correspons­ales y medios importante­s explicándo­se, tras el Mundial tan elogiado por los viajeros en las redes sociales, qué hicieron ellos de mal para que el mundo creyera que Rusia era el infierno. Primero el alemán Die Welt y luego The Guardian. “Me pregunto si no debería haber hecho un trabajo mejor para explicar este país”, escribió Shawn Walker en el diario británico. Al día siguiente del Mundial, Putin se reunió con Trump en Helsinki. El oso y el águila. La pelota distrae, pero no detiene guerras. Ojalá fuera todo tan sencillo. Porque, según avisa un viejo dicho abjasio, “cuando hasta el agua de pronto comienza a arder, ¿cómo la apagas?”

Dzhuvafues­ímbolo de una selección que emocionó por su entrega pero que asustó con su fútbol

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Sebastián Domenech

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