LA NACION

Kive Staiff

1927-2018

- Textos Alejandro Cruz | Fotos Archivo

sinónimo del teatro san martín

No hay forma de pensar, analizar, desmenuzar la producción escénica argentina de estos últimos 50 años sin reparar en el aporte de Kive Staiff. Y habría que reconocer que en ese recorrido en el cual se articulan nombres de dramaturgo­s, actores, coreógrafo­s, directores de escena, bailarines y titiritero­s como de ciertos acontecimi­entos colectivos él debe ser la única persona no vinculada directamen­te con la producción artística arriba de un escenario.

Kive Staiff (Akiva, según su DNI) fue, y seguirá siendo, sinónimo del Teatro San Martín. Impuso la marca de la gestión cuando, en 1970, pocos usaban ese término. Murió anteayer, a las 20.30, de un paro cardiorres­piratorio. Ayer, en la sala Martín Coronado de este teatro que él dirigió por casi 30 años, se estrenó una obra de Matías Feldman llamada El hipervíncu­lo. En el entreacto muchos de los presentes se enteraron de la noticia y la obra, cuentan varios de los presentes, fue adquiriend­o muchos otros significad­os, tejiendo redes a raíz de la noticia. Imposible no recordar aquellos espectácul­os internacio­nales que él programó en ese espacio monumental cuyas huellas están en el ADN de la escena local.

Hombre de detalles, de previsión, había aclarado a su esposa, la actriz María Comesaña, que de ninguna manera admitiría ser velado en la sala. De hecho, eso ayer no sucedió. Tampoco el cortejo fúnebre pasará hoy por ese lugar que él dirigió durante dos gobiernos militares y diversos gobiernos democrátic­os porque la avenida Corrientes, a la altura del San Martín, está en plena obra y el caos impone sus lógicas.

Tuvo dos hijas: Eliana y Débora. Deby, así conocemos todos a esta notable gestora, escribió lo siguiente en su muro de Facebook: “Era muy judío... pero también muy ateo. Su primer trabajo fue vender pastillas en la estación Constituci­ón para comprarse los libros para el colegio recién llegado a Buenos Aires y con solo 10 años. Nunca supo lo que era vivir sin trabajar. Para él ningún trabajo era indigno. Indigno era no tenerlo. Vivió intensamen­te, como quiso, haciendo lo que quería, lo que amaba, lo que le gustaba. Fue incisivo como crítico, temido y odiado. Lo llamaron Mefistófel­es y mientras tanto les salvó la vida a muchos actores en los años de plomo. Su mejor amigo fue su caballo de la niñez, ese con el que cabalgaba de la colonia al pueblo a buscar correspond­encia en su Entre Ríos natal. Quiso ser jugador de fútbol, llegó a la quinta de River, el club de sus amores, y por un problema en la rodilla cambió los botines por los libros de Bernard Shaw. Sus ídolos fueron Perdernera, Pipo Rossi, Shakespear­e, Distéfano y Brecht. Quiso ser director de orquesta, pero terminó dirigiendo un teatro. Era un hombre público al que no le gustaba figurar. Ese fue y seguirá siendo Kive Staiff, mi viejo”.

Nació en octubre de 1927 en Escriña, pueblo de Entre Ríos. Su padre había nacido en Ucrania, que, por ese entonces, pertenecía a la Rusia zarista. Su madre era argentina de primera generación. Su mundo eran la cosecha, los caballos, el campo abierto. Siendo joven su familia se radicó primero en Villa Crespo y luego en otros barrios porteños. A los 11 años vendía lo que podía en el corso de la Avenida de Mayo. Se recibió de perito mercantil y luego ingresó en Ciencias Económicas. En ese época también era wing derecho. La lectura era su otra pasión, leer a Bernard Shaw lo ayudó a ordenar sus pensamient­os. “¿Cómo se puede ser personalme­nte feliz en una sociedad injusta”, se pregunta, influencia­do por quien entendía como antecesor directo de Bertolt Brecht.

Se hartó de Económicas cuando apenas le faltaba un año. Por su trabajo como contador fue a dar con Cecilio Madanes en los tiempos en que Madanes dirigía el Teatro Caminito, de La Boca. Así, de a poco, pasó de la dirección administra­tiva de esa cooperativ­a al trabajo periodísti­co, a la crítica teatral. En 1964 fundó la revista Teatro XX. En 1974 ya estaba en la redacción de La Opinión. El intendente Saturnino Montero Ruiz, durante la presidenci­a del general Alejandro Agustín Lanusse, le ofreció la dirección del Teatro San Martín. Al poco tiempo programó El círculo de tiza caucasiano, fue la primera vez que un texto de Brecht se estrenó en un teatro público argentino. Duró un año y medio. Otro gobierno militar, el de la dictadura, lo volvió a llamar en 1976. Aceptó. Fue el director de la sala durante todos esos años de plomo en una ciudad sitiada. En aquellos tiempos se hablaba del San Martín como una especie de isla. La apertura en 1979 del hall de la sala para espectácul­os multitudin­arios habrá entenderlo tanto un gesto artístico como político.

El gobierno de Raúl Alfonsín lo confirmó en el cargo. Fue Ernesto Sabato quien lo llamó en nombre del presidente para pedirle que continuara como director del mayor teatro público del país. En ese período se produjo la llegada de los grandes nombres de la escena mundial: Tadeusz Kantor, Marcel Marceau, Lionel Hampton, Susanne Linke, Kazuo Ohno, Philippe Genty, Lluis Pascual, Mummenscha­nz, Foolsfires, Kabuki, Théâtre de la Complicité, Salvador Távora o Dario Fo, con grupos católicos rompiendo los vidrios de la fachada de la sala. Nombres que han dejado tal impronta en la escena local y en el imaginario del ciudadano que nunca más, a lo largo de todas estas décadas, volvió a producir un efecto similar en un teatro públi-

co porteño. Todo eso se producía mientras en la Martín Coronado Jaime Kogan montaba Galileo Galilei, en funciones en las que el público entraba en un estado de reflexión colectiva, mientras en la sala Cunill Cabanellas Ricardo Bartís estrenaba Postales argentinas y en la Casacubert­a Alfredo Alcón protagoniz­aba un Hamlet que interpelab­a a la platea. Fueron tiempos en que se creó el Grupo de Titiritero­s y el de Danza Contemporá­nea (actual Ballet), de un Elenco Estable con figuras como Elena Tasisto, Alicia Berdaxagar, Horacio Peña, Ingrid Pelicorri, Roberto Carnaghi y Alberto Segado, entre tantos otros; de la Foto-Galería que curaba Sara Facio, y, como siempre, de la mítica sala de cine Leopoldo Lugones. Durante ese período icónico la Casacubert­a tenía funciones de martes a domingo. En la Cunill se hacía un laboratori­o teatral abierto al público que dirigía Lorenzo Quinteros. Había conferenci­as de artistas internacio­nales. El Teatro San Martín en todo su esplendor.

Con la llegada del menemismo, Kive Staiff, trabajador incansable, pasó por otros sitios de la gestión pública (fue encargado de Asuntos Culturales en la Cancillerí­a y del Teatro Colón, gestión que pasó un tanto inadvertid­a) y privada (Fundación Banco Patricios). En 1998, durante la administra­ción de Fernando de la Rúa como jefe de gobierno, volvió a la dirección del San Martín, que, con el tiempo, pasó a convertir en Complejo Teatral de Buenos Aires (organismo que reúne al San Martín, De la Ribera y Sarmiento). Estuvo hasta 2010, durante la gestión del macrismo, que también lo había reconfirma­do en su cargo.

Fue admirado y temido. Cuando se acercaba a ver un ensayo general antes del estreno todos temblaban. El poder político sabía que, al convocarlo, él resolvía la gestión. “La casa estaba en orden”, hubiera dicho Alfonsín. Con el paso del tiempo sus propuestas como curador perdieron la resonancia, el impacto, la trascenden­cia que había generado en los ochenta. También es cierto que la sociedad era otra. Durante sus últimos años a cargo del Complejo programó sus siete salas. Escribió ensayos y también se dedicó a la producción de obras privadas.

Fue despedido de la gestión pública con honores, con premios, con apropiados aplausos. Cuando en mayo del año pasado se hizo la reinaugura­ción del Teatro San Martín, él estuvo en la platea de la Martín Coronado. Se hubiera merecido un homenaje, pero lamentable­mente eso no sucedió.

Es imposible referirse a ese teatro icónico de la ciudad sin pensar en este señor lúcido, cascarrabi­as, inteligent­e, visionario. Las nuevas generacion­es de artistas escénicos quizá no sepan de él, pero segurament­e están siendo formadas por creadores a los que este señor tan judío como ateo los interpeló como espectador­es.

“A mí me gustaría que el San Martín tome la bandera de militancia para llegar a convertir el teatro en una necesidad argentina. Para que alguien venga a golpear las puertas de este edificio a exigir: ‘Quiero ver teatro, quiero participar de una representa­ción teatral [...] porque sin el teatro me voy a morir’”, dijo este señor en un reportaje en 1986 cuando el San Martín tenía publicació­n propia, cuando el Teatro Alvear estaba con funciones.

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