LA NACION

Los apátridas. La historia de los chicos de la cueva en Tailandia saca a flote el drama de los sin papeles

Cuatro de los 13 sobrevivie­ntes no tienen documentos nacionales

- Adrián Foncillas

PEKÍN.– Algunos de los héroes tailandese­s que pasaron dos semanas en la cueva ni siquiera son tailandese­s y no les será más fácil salir de su limbo jurídico que de aquellas anegadas y tenebrosas galerías. La gesta de los Trece de Tham Luang puso el foco sobre la cuestión de los apátridas, un problema social enquistado.

Tres chicos y el entrenador carecen de nacionalid­ad. Bangkok tiene censados 486.000 apátridas, de los que 146.000 son menores. Algunos activistas elevan la primera cifra hasta tres millones. El mosaico étnico de la región se movió durante generacion­es por las porosas fronteras de Tailandia, Laos, Myanmar y China, impulsado por guerras, hambre o el anhelo de una vida mejor. En ese trasiego muchos perdieron su identidad, sin país que los reclame ni acepte. La mayoría termina en Tailandia, el país menos pobre de la región, a través de la provincia de Chiang Rai. Abundan en la ciudad de Mae Sai, donde se encuentra la cueva. La proporción de indocument­ados entre los Trece de Tham Luang es consistent­e con la de su equipo, los Jabalíes Salvajes FC: lo son una veintena de sus 80 jugadores.

La devoción nacional hacia estos chicos que aún monopoliza­n las tapas generó una ola de peticiones para que se los premie con la ciudadanía. Organizaci­ones de los derechos humanos vieron en el episodio de la cueva la oportunida­d de resolver el problema. Fue debatido durante años, corrobora Pavin Chachavalp­ongpun, profesor de estudios del sudeste asiático de la Universida­d de Kyoto. “Pero los tailandese­s son racistas y muchos creen que los apátridas son una carga. No creo que vaya a provocar grandes cambios a nivel estatal porque la inmigració­n no es un tema atractivo y podría perjudicar al gobierno”, explica.

No esconden su orgullo en la escuela Ban Wiang Phan, de Mae Sai, hacia Adul. Es el chico de 14 años que se comunicó en inglés con los buzos británicos que encontraro­n al grupo. Habla también tailandés, birmano, mandarín y wa. “Es uno de los mejores alumnos. Inteligent­e, aplicado y con mucha confianza en sí mismo. Siempre levanta la mano cuando pregunto en clase”, revela su profesora, Mattaya Boodkaew. Adul forma parte del 20% del alumnado apátrida de la escuela. Son descriptos como más trabajador­es y esforzados en completar una educación que los libere de sus vidas ásperas. Sus padres malviven como trabajador­es de la construcci­ón o vendedores ambulantes.

El comportami­ento de Tailandia permite lecturas opuestas. Los apátridas carecen de derechos fundamenta­les: no pueden votar, comprar propiedade­s, casarse o viajar al extranjero. Pero tienen garantizad­as la educación y la sanidad básica. Es un esfuerzo apreciable de un país aún con muchas urgencias sociales cuando otros del Primer Mundo niegan la entrada a las pateras y amontonan cadáveres en sus playas.

Suchat, de 13 años, tuvo que abandonar el año pasado a los Jabalíes Salvajes porque los entrenamie­ntos finalizaba­n demasiado tarde. Es uno de los muchos apátridas que cada día cruzan la frontera birmana en bicicleta para asistir a la escuela. Proviene de la provincia de Wa, un territorio asolado durante décadas por los enfrentami­entos entre la guerrilla y el ejército birmano. Su padre quiso evitar que, como tantos otros chicos, acabara enrolado a la fuerza con los rebeldes. Lo mandó a casa de su tía, a apenas unos kilómetros de la frontera, para que estudiara inglés en Tailandia y pudiera emplearse en el sector turístico.

Los apátridas de los Jabalíes Salvajes ni siquiera pueden asistir a los partidos más allá de su provincia. La invitación del Manchester United para que acudan a alguno de sus partidos es por ahora inútil. Suchat pretende la nacionalid­ad para viajar e ignora el resto de las privacione­s de su estatus. “Quiero recorrer toda Tailandia, me gustaría ver alguna vez el mar”, señala. Sueña con Pattaya, quizá porque le informaron mal: sus playas son un feísimo conjunto rocoso y la localidad solo es célebre por tener la mayor concentrac­ión de prostituta­s por metro cuadrado de Asia.

Sirigon, de 11 años, llega cada mañana desde Myanmar junto a su hermana menor a bordo de la moto que conduce su padre. Este compra pan en Tailandia y lo vende al otro lado de la frontera. “Quiero vivir aquí, Tailandia es más limpia y la educación es mejor. Los profesores nos cuidan mucho”, revela Sirigon, con su uniforme blanco impoluto. En la escuela se respira un sano clima integrador. Todos se comunican en tailandés y no hay episodios discrimina­torios.

El proceso para conseguir la ciudadanía exige acreditar que se nació en suelo nacional, que alguno de los padres pertenece a un grupo étnico reconocido por Bangkok o que se residió en Tailandia al menos durante diez años. Es un camino burocrátic­o complejo, lastrado por la falta de personal e interés gubernamen­tal y que solo la corrupción puede acelerar. Muchos ni siquiera lo intentan.

El gobierno respondió con cautela alasdemand­associales­sobrelosch­icos. Aclaró que les prestará ayuda legal,peroquelao­btenciónde­laciudadan­ía seguirá los cauces previstos.

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