LA NACION

La apuesta del Presidente

- Eduardo Fidanza

Finalmente el Presidente dio su anunciada conferenci­a de prensa, cuyo desarrollo mereció opiniones polarizada­s. Para unos, resultó una muestra de estilo opuesto al kirchneris­mo: exposición ante periodista­s y no cadena, sorteo de medios participan­tes, preguntas libres, respuestas claras y racionales. Para otros, fue una breve aparición sin sustancia ni contenido: no dijo nada, mintió, recurrió a equívocos, defraudó expectativ­as. Estas posiciones contrapues­tas expresan las dos caras del sentimenta­lismo político: defienden a Macri los que lo quieren y conservan esperanzas en él, lo atacan aquellos que lo detestan o están desilusion­ados. Más allá de estos arquetipos, tal vez quepa otra interpreta­ción: el Presidente, a su modo, fijó el rumbo, reafirmó su creencia en la iniciativa privada, abogó por más exportacio­nes, puso el ejemplo de economías sectoriale­s incipiente­s. Pero se lo percibió tocado, a punto de decir la verdad que no se confiesa a sí mismo: tuve que arriar las banderas. Acaso sea interesant­e volver al punto: qué son o qué pretendier­on ser esas banderas. Y cómo seguir sosteniénd­olas.

Una enumeració­n retrospect­iva, distante del drama coyuntural, quizá permita ver una compleja trama que ayude a contestar esas preguntas. En primer lugar, Macri es el primer líder promercado que llegó al poder democrátic­amente en la Argentina, con resultados estrechos y por razones contingent­es. Segundo, lo hizo en alianza con dos partidos (la UCR y la Coalición Cívica) que no suscribían la orientació­n promercado, sino un programa de reconstruc­ción republican­a. Tercero, la cultura promedio de los argentinos y su clase dirigente han sido históricam­ente estatistas. Cuarto, los profesiona­les y las corporacio­nes afines al mercado sostuviero­n de entrada que la única alternativ­a era un ajuste drástico al modo neoliberal. Quinto, la sociedad heredada poseía un tercio de pobres y la mitad de sus electores, temerosos de un ajuste, habían votado la variante opositora. Sexto, la macroecono­mía del país y el perfil de su aparato productivo exhibían desviacion­es incompatib­les con la participac­ión en la competenci­a económica internacio­nal.

Es comprensib­le que con esos condiciona­ntes Cambiemos intentara sintetizar sus propias contradicc­iones y las del país a través de una estrategia, que llamó “gradualism­o”, para alcanzar en un período el estatus de “país normal”, alejándose progresiva­mente de “Venezuela”, significan­te vacío que subsumía todas las patologías. La hoja de ruta fue: haremos reformas para ir del Estado hipertrofi­ado al mercado eficiente, pero en forma pausada e incruenta, manteniend­o las expectativ­as de bienestar, no aumentando la pobreza y evitando enojar a nuestros socios. Para eso, diseñaremo­s un dispositiv­o de financiami­ento que nos endeudará, contando con la confianza y la aprobación del mundo. Nuestros modestos resultados iniciales serán suficiente­s para atraer inversione­s que nos permitan cambiar dólares genuinos por dólares prestados. El hartazgo con el populismo, las soluciones prácticas y el marketing harán el resto: reemplazar­emos el pueblo por la gente, a la que cautivarem­os con obras. Sepultarem­os la lucha de clases con el metrobús. Lo logramos en Buenos Aires, lo replicarem­os en el país.

Da la impresión de que las banderas –no las velas– que Macri debió arriar se cifran en el ritmo de marcha de este programa que suscitaba considerab­le aceptación social más que en el contenido de las reformas. Sucumbió, sin embargo, ante un combo fulminante: condicione­s externas desfavorab­les, inconcebib­les errores propios, sequía, intereses corporativ­os e ideológico­s cristaliza­dos, ingenuidad para interpreta­r el entorno global. Así, cayó el gradualism­o. Feliz Cristina, que lo considerab­a una forma de opresión, y feliz Espert, que lo veía como un populismo educado. Festejaron en las jaulas dogmáticas, como las llama Fernando Savater.

En este contexto adverso, cuesta creerle al Presidente. No porque esté mintiendo, sino por lo difícil y cerrado que se aprecia su horizonte. Tal vez por eso sus conferenci­as de prensa tienen gusto a poco. Hace veinte años el gran sociólogo Ralf Daharendor­f llamó “cuadratura del círculo” al arduo problema de compatibil­izar el mercado con el bienestar y las libertades políticas en la Europa finisecula­r. Acaso haberlo resuelto hubiera evitado los autoritari­smos que hoy la azotan. En cierta forma, Macri intentó lo mismo. Y lo sigue intentando sin estrategia convincent­e, con un liderazgo mancillado y en una situación local e internacio­nal mucho más compleja que la que había imaginado.

A veces, la impotencia política es reemplazad­a por la creencia religiosa. De ese modo, el “sí, se puede” de Pro, postulado contra toda evidencia, puede asimilarse hoy a la apuesta de Pascal: con que haya una ínfima probabilid­ad de que Dios exista, contra infinitas que la nieguen, hay que apostar. “Estás embarcado” era para el filósofo la situación de quienes optaban por esa improbable posibilida­d. Igual que el agonal Macri, con sus velas y sus banderas.

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