La apuesta del Presidente
Finalmente el Presidente dio su anunciada conferencia de prensa, cuyo desarrollo mereció opiniones polarizadas. Para unos, resultó una muestra de estilo opuesto al kirchnerismo: exposición ante periodistas y no cadena, sorteo de medios participantes, preguntas libres, respuestas claras y racionales. Para otros, fue una breve aparición sin sustancia ni contenido: no dijo nada, mintió, recurrió a equívocos, defraudó expectativas. Estas posiciones contrapuestas expresan las dos caras del sentimentalismo político: defienden a Macri los que lo quieren y conservan esperanzas en él, lo atacan aquellos que lo detestan o están desilusionados. Más allá de estos arquetipos, tal vez quepa otra interpretación: el Presidente, a su modo, fijó el rumbo, reafirmó su creencia en la iniciativa privada, abogó por más exportaciones, puso el ejemplo de economías sectoriales incipientes. Pero se lo percibió tocado, a punto de decir la verdad que no se confiesa a sí mismo: tuve que arriar las banderas. Acaso sea interesante volver al punto: qué son o qué pretendieron ser esas banderas. Y cómo seguir sosteniéndolas.
Una enumeración retrospectiva, distante del drama coyuntural, quizá permita ver una compleja trama que ayude a contestar esas preguntas. En primer lugar, Macri es el primer líder promercado que llegó al poder democráticamente en la Argentina, con resultados estrechos y por razones contingentes. Segundo, lo hizo en alianza con dos partidos (la UCR y la Coalición Cívica) que no suscribían la orientación promercado, sino un programa de reconstrucción republicana. Tercero, la cultura promedio de los argentinos y su clase dirigente han sido históricamente estatistas. Cuarto, los profesionales y las corporaciones afines al mercado sostuvieron de entrada que la única alternativa era un ajuste drástico al modo neoliberal. Quinto, la sociedad heredada poseía un tercio de pobres y la mitad de sus electores, temerosos de un ajuste, habían votado la variante opositora. Sexto, la macroeconomía del país y el perfil de su aparato productivo exhibían desviaciones incompatibles con la participación en la competencia económica internacional.
Es comprensible que con esos condicionantes Cambiemos intentara sintetizar sus propias contradicciones y las del país a través de una estrategia, que llamó “gradualismo”, para alcanzar en un período el estatus de “país normal”, alejándose progresivamente de “Venezuela”, significante vacío que subsumía todas las patologías. La hoja de ruta fue: haremos reformas para ir del Estado hipertrofiado al mercado eficiente, pero en forma pausada e incruenta, manteniendo las expectativas de bienestar, no aumentando la pobreza y evitando enojar a nuestros socios. Para eso, diseñaremos un dispositivo de financiamiento que nos endeudará, contando con la confianza y la aprobación del mundo. Nuestros modestos resultados iniciales serán suficientes para atraer inversiones que nos permitan cambiar dólares genuinos por dólares prestados. El hartazgo con el populismo, las soluciones prácticas y el marketing harán el resto: reemplazaremos el pueblo por la gente, a la que cautivaremos con obras. Sepultaremos la lucha de clases con el metrobús. Lo logramos en Buenos Aires, lo replicaremos en el país.
Da la impresión de que las banderas –no las velas– que Macri debió arriar se cifran en el ritmo de marcha de este programa que suscitaba considerable aceptación social más que en el contenido de las reformas. Sucumbió, sin embargo, ante un combo fulminante: condiciones externas desfavorables, inconcebibles errores propios, sequía, intereses corporativos e ideológicos cristalizados, ingenuidad para interpretar el entorno global. Así, cayó el gradualismo. Feliz Cristina, que lo consideraba una forma de opresión, y feliz Espert, que lo veía como un populismo educado. Festejaron en las jaulas dogmáticas, como las llama Fernando Savater.
En este contexto adverso, cuesta creerle al Presidente. No porque esté mintiendo, sino por lo difícil y cerrado que se aprecia su horizonte. Tal vez por eso sus conferencias de prensa tienen gusto a poco. Hace veinte años el gran sociólogo Ralf Daharendorf llamó “cuadratura del círculo” al arduo problema de compatibilizar el mercado con el bienestar y las libertades políticas en la Europa finisecular. Acaso haberlo resuelto hubiera evitado los autoritarismos que hoy la azotan. En cierta forma, Macri intentó lo mismo. Y lo sigue intentando sin estrategia convincente, con un liderazgo mancillado y en una situación local e internacional mucho más compleja que la que había imaginado.
A veces, la impotencia política es reemplazada por la creencia religiosa. De ese modo, el “sí, se puede” de Pro, postulado contra toda evidencia, puede asimilarse hoy a la apuesta de Pascal: con que haya una ínfima probabilidad de que Dios exista, contra infinitas que la nieguen, hay que apostar. “Estás embarcado” era para el filósofo la situación de quienes optaban por esa improbable posibilidad. Igual que el agonal Macri, con sus velas y sus banderas.