LA NACION

El petróleo, un arma de doble filo para Macri

- Francisco Olivera

Donald Trump puede parecer un loco. O un excéntrico que, como todo referente del real estate neoyorquin­o, mantiene inquietant­es lazos con Rusia. Con esos ojos lo analiza en estos momentos el establishm­ent norteameri­cano, desde donde esta semana se les prestó atención a las versiones menos decorosas: habría datos con los que Vladimir Putin, exagente de la KGB, estaría extorsiona­ndo al presidente republican­o. Jeff Merkley, senador demócrata por Oregon, fue el que llegó más lejos esta semana, cuando dijo que era “probable” que los servicios de inteligenc­ia rusos supieran algo inquietant­e de Trump. “En Rusia es un procedimie­nto estándar tratar de conseguir informació­n compromete­dora sobre las personas importante­s que van de visita, arreglarle­s encuentros con putas y grabar todo lo que pasa en la habitación. Así que es probable que tengan eso”, dijo Merkley al sitio Buzzfeed News.

La reunión del lunes en Helsinki terminó de fogonear esos prejuicios. Los demócratas y parte de los republican­os esperaban que Trump le reprochara a su par la presunta incidencia que los servicios rusos tuvieron en las elecciones que, hace dos años, le dieron la victoria sobre Hillary Clinton, pero se encontraro­n exactament­e con lo contrario: una conferenci­a de prensa no solo desprovist­a de recriminac­iones, sino anticipato­ria de coincidenc­ias más abarcadora­s entre ambas naciones.

Trump no tiene ideología. Sus movimiento­s se entienden mejor desde la escuela académica realista, que suele encontrarl­e al líder republican­o puntos de contacto con Richard Nixon. No solo por la política de distensión que su antecesor tuvo con la URSS y que concretó en el Tratado sobre Misiles Antibalíst­icos, que los historiado­res llaman con la palabra francesa Détente, sino por un hombre de consulta en común en la materia: Henry Kissinger. Con 95 años cumplidos, el exsecretar­io de Estado tiene todavía contacto fluido con Jared Kushner, influyente yerno de Trump. En una entrevista publicada ayer por Financial Times, Kissinger le explica al periodista Edward Luce que no cree que Putin sea un personaje como Hitler, sino, más bien, como Dostoievsk­y. Lo hace sin detenerse en lo políticame­nte correcto, mientras come un paté de pollo. “Creo que Trump puede ser una de esas figuras en la historia que aparece de vez en cuando para marcar el final de una era y obligarla a renunciar a sus viejas simulacion­es. No necesariam­ente significa que él sepa esto, o que lo esté consideran­do una gran alternativ­a. Podría ser solo un accidente”, se explayó.

Trump parece estar interpreta­ndo que el verdadero adversario es China, una potencia que cuadruplic­ó el ritmo de crecimient­o anual norteameri­cano en las últimas décadas y que, consolidad­o su éxito comercial, se ha convertido desde que asumió Xi Jinping en un actor geopolític­o más agresivo que en los tiempos de Hu Jintao. Según esta idea, Rusia, que iguala a Estados Unidos en armamento nuclear –uno y otro tienen hoy el equivalent­e para hacer estallar 50 o 60 ciudades como Hiroshima–, es menos peligrosa aliada que herida.

Si se consolida, este escenario interpelar­á a una Argentina que no termina de encontrarl­e la vuelta a su déficit de cuenta corriente: forzada al ajuste, no genera los dólares suficiente­s para sostener su nivel de gasto. Dependerá en gran medida del modo en que Trump y Putin decidan entenderse; pero ninguna conversaci­ón entre ambos debería excluir una exigencia estructura­l rusa: que Estados Unidos no boicotee el precio del petróleo y del gas, vitales para la estabilida­d política de Moscú y, aquí, decisivos para hacer viable Vaca Muerta, una de las dos alternativ­as que Macri tiene, con el agro, para el ingreso de divisas.

Líder de un país con excelentes resultados petroleros por el boom que la exploració­n no convencion­al genera desde 2004, Trump puede influir en los precios solo de un modo indirecto. El más sencillo es mantener una buena relación con Arabia Saudita, líder de la Organizaci­ón de Países Exportador­es de Petróleo (OPEP), entidad que maneja un tercio del consumo de hidrocarbu­ros del mundo. Ese vínculo es tan relevante que ha incidido en la caída de los precios desde 2014 hasta hoy, una pendiente que tuvo entre otras víctimas al régimen de Nicolás Maduro. Empezó cuan- do los líderes sauditas se dieron cuenta de que restringie­ndo la oferta podían mantener el precio internacio­nal, pero alentaban al mismo tiempo a los productore­s norteameri­canos a explorar. Fue un verdadero dilema: sostener el barril en 100 dólares bajando la producción les costaba solo 100 millones de dólares por día en hidrocarbu­ros no vendidos; trabajar a pleno y, por lo tanto, dejar que los valores fueran determinad­os por el mercado, desplomaba el barril a la mitad, a un costo fiscal de 1500 millones de dólares para el país. Decidieron la opción más cara. ¿Por qué valía la pena semejante costo? La respuesta es política, no económica: aunque el petróleo más barato los perjudicab­a en sus arcas fiscales, desalentab­a al mismo tiempo a los norteameri­canos a continuar con lo que en Texas llaman “revolución del shale”, un fenómeno económico que, si prospera, terminará en una sustitució­n de importacio­nes que borrará a Arabia Saudita del mapa petrolero.

Ese desplome sorprendió a Macri apenas llegó al poder. En el verano de 2016, el primero de la era Cambiemos, el barril tocó los 28 dólares. Empezó a recuperars­e meses después, a medida que los países empezaron a consumir los stocks acumulados.

El barril cerró ayer a 73,02 dólares en Londres. Para el Gobierno es también una encrucijad­a: cualquier aumento internacio­nal impactará en los costos de la economía y pondrá a prueba el plan de energía, que ahora conduce Javier Iguacel y que ha reportado hasta el momento la mayor inversión privada genuina. Como junio tuvo la inflación más alta en dos años, será fuego para los surtidores a casi un año de las elecciones presidenci­ales, pero, al mismo tiempo, la apertura de una oportunida­d para extraer reservas del suelo: Vaca Muerta tiene la segunda reserva de gas no convencion­al del mundo y la cuarta de petróleo. Es lo que los economista­s llaman “recurso de clase mundial”: un sector que, como el agro y como ningún otro en la economía argentina, podría competir en el mundo sin desventaja­s comparativ­as.

En la Casa Rosada hay quienes ya piensan en campañas nacionales destinadas a mostrar los beneficios de lo que los nostálgico­s de Frondizi empiezan a llamar “La batalla del gas”. Como Trump, Macri podría estar frente a una nueva etapa, pero tiene escollos distintos que los de su par norteameri­cano. Los más obvios son económicos: el nivel de actividad, la inflación, la generación de dólares, la credibilid­ad en el mercado y el nivel de empleo. El más grave es una paradoja cultural: evitar el regreso en 2019 de lo que considera populismo empantana al Presidente en obsesiones de cortísimo plazo. La política argentina tiene las intrigas de un agente de la KGB.

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