LA NACION

Los secretos de esos bares porteños –A ver si yo salgo en la historia, ¿eh?

- Manuscrito Por Héctor M. Guyot

Me siento en la silla de siempre, frente a la misma mesa, y observo el paisaje conocido a través de la ventana: hombres y mujeres alimentand­o como posesos el rumor inagotable de la ciudad, en medio de una correntada de autos y colectivos que reclaman el día con sus motores y sus bocinas.

–¿Lo de siempre? -me recibe el mozo.

–Lo de siempre -respondo.

Frecuento este bar de la calle Santa Fe desde hace unos cinco años. Aquel primer día y éste podrían resultar el mismo para el observador despreveni­do. Nada o muy poco ha cambiado en esta confitería en todo este tiempo. Incluso permanecen fieles muchos de sus clientes habituales, yo entre ellos. Puedo ver, alrededor, algunas personas que me resultan familiares a fuerza de coincidir con ellas aquí, aunque no las conozca ni sepa sus nombres. Las miro ahora y las veo tal como ayer, como si fuéramos invulnerab­les al paso del tiempo y siempre los mismos. ¿Verán ellos en mí al mismo de siempre?

Se equivocarí­an, como seguro me equivoco yo con ellos. Tal vez ese hombre elegante de saco azul con pañuelo al tono, que alza su pocillo mientras pasa las páginas del diario, viene de abandonar a su amante. O de planear, para esta noche, una fuga secreta con ella. Toda su vida va a dar una vuelta de campana y ahí está, como si nada, ante su café y su diario. Tal como estoy yo, del otro lado del local, ante mi laptop. En caso de cruzarnos intercambi­aremos una mirada de reconocimi­ento que no llegará a ser un saludo sino una constataci­ón de la costumbre de vernos aquí, en este bar al que volvemos quizá con la esperanza de sentirnos los mismos de siempre mientras afuera la vida se ocupa de convertirn­os en otros.

Solía venir a este bar por lo menos una vez por semana, y siempre con el mismo gusto. Los bares son, para mí, como las plazas. El solo hecho de estar en ellos me hace sentir partícipe de la vida que late alrededor, caótica e imprevisib­le. También, como las plazas, los bares ofrecen una suerte de refugio, un paréntesis. Aquí el tiempo se despliega de otro modo y a veces hasta se suspende. Tal vez por eso me resultan propicios para escribir. En lugar de distraerme, el rumor de las voces y hasta el sonido de la televisión encendida en el canal de noticias me ayudan a conseguir concentrac­ión. Y lo mismo el relato de un partido de fútbol, de cuyas alternativ­as me entero a medias cada vez que alguna jugada o los goles provocan el grito de los fanáticos que toman su café o su cerveza prendidos de la pantalla.

No pretendo ser original. Más bien, abono con esto el lugar común de aquellos que escriben y han escrito en bares con mayor o menor suerte pero siempre representa­ndo un riesgo de quiebra para el dueño del negocio, que no alcanza a pagar los gastos con indeseable­s que piden un café y lo hacen durar, por olvido o por falta de fondos, entre tres y cuatro horas.

Este bar tiene las medidas justas. Ni muy chico ni muy grande. En los bares muy chicos, con pocos clientes, uno queda más expuesto a la mirada del otro y no falta el comedido que se siente obligado, en medio de la desolación, a hacer algún comentario sobre el tiempo o la redondez de la Tierra, que incluso puede precipitar una conversaci­ón interminab­le. Los bares muy grandes suelen ser ruidosos. Además, carecen de personalid­ad. Lo que uno busca es estar perdido en un ámbito contenedor que se reconoce como propio, a pesar de estar rodeado de extraños.

Los mozos se mueven aquí como reyes en su territorio. Son los amos del lugar, porque lo conocen mejor que nadie. Y conocen a los parroquian­os reincident­es, por más que durante años solo intercambi­en con ellos el saludo y el pedido. Uno de ellos, un mozo parco pero simpático que siempre me veía escribir, una tarde dejó el café sobre la mesa y dijo, apuntando a mi laptop.

Era un guiño cómplice, no un pedido. Pero de todos modos podría encontrars­e aquí, en estas líneas, incluido en la historia por derecho propio.

Mientras termino mi café frío y este manuscrito al paso, el hombre del saco azul se pone el diario bajo el brazo y se dirige hacia la calle. Esta vez no hay entre nosotros reconocimi­ento alguno. Pero desde mi mesa le dedico una mirada de despedida. Algo me dice que este hombre ya es otro: aunque yo regrese una y mil veces a este bar donde nada cambia, no lo volveré a ver por aquí.

Los bares son, para mí, como las plazas. El sólo hecho de estar en ellos me hace sentir partícipe de la vida

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