LA NACION

Joaquín Grimaldi. “Dentro de la oscuridad no dejás de ser bello” –¿Recordás lo primero que hiciste en el hotel? –En el prólogo de tu libro, Juan Gaffuri dice que cuando te conoció eras intratable. ¿Te reconocés en sus palabras?

Chef pastelero del Four Seasons Hotel Bs. As., donde creó los helados Dolce Morte, acaba de publicar Cielo e infierno de la pastelería

- Texto Sebastián A. Ríos | Foto Patricio Pidal /AFV

Los recuerdos de chico de Joaquín Grimaldi –44 años, actual chef pastelero del Four Seasons Hotel Buenos Aires– no son en torno a la cocina, sino dentro de una sala de ensayo. La de su padre, músico, donde Grimaldi se colgó a los 4 años una guitarra. Fanático desde chico de Metallica, habría de estudiar con Lito Epumer –“me vino bien, si no, iba a ser una cabeza cuadrada del metal”– y pasar buena parte de su adolescenc­ia entre acordes y pentagrama­s, tocando en bandas de punk y de “estilo Hurlingham”. Cuenta que de vuelta de la escuela dormía para levantarse de noche, calzarse los auriculare­s conectados al Marshall y ponerse a tocar toda la noche. Pero un día guardó la guitarra en su estuche y se anotó en una escuela de cocina. Su primer pasantía la hizo en el hotel del que hoy es pastry chef, y donde habría de crear la innovadora y rupturista marca de helados Dolce Morte. Su más reciente proyecto es Cielo e infierno de la pastelería (Ed. Catapulta), el libro que resume su estilo de pastelería, en recetas que, asegura, salen. Aquí, Grimaldi habla de aquello que conecta la música y la pastelería en su vida, una línea definida por la obsesión por hacer las cosas bien, pero siempre a su manera.

–¿Cuándo decidiste cambiar la música por la pastelería?

–Tenía preaprobad­o un examen para ir a estudiar afuera, en la escuela de artes Juilliard, de Nueva York. La verdad es que era muy bueno tocando la guitarra y era muy obsesivo, así que cuando surgió la posibilida­d de ir a estudiar me compré el manual donde tenía que transcribi­r toda la música y lo envié. No había mail en esa época, era carta contra carta, pero a las dos semanas estaba preaprobad­o. Entonces agarré la guitarra, la puse en el estuche y me dediqué a otra cosa.

–¿Fue una suerte de pánico escénico?

–Creo que uno de mis mayores miedos era que no me veía viviendo fuera de la Argentina. No soy “argento”, pero en ese momento era medio pendejo y no tenía la voluntad para irme. Decidí que no quería tocar más, y justo en ese momento había aparecido el Gato Dumas en la televisión, que era como una especie de estrella de rock. Dije “yo quiero estudiar cocina” y me anoté en el IAG [Instituto Argentino de Gastronomí­a]. Y lo que tengo de recuerdo es que, más allá de las ganas de aprender, encontré que tenía facilidad. Terminando el primer año, quise hacer una pasantía en pastelería, porque veía que los cocineros no tenían mucha noción de y yo quería ser el number one. La pasantía la hice acá mismo, en el hotel, y a la segunda semana, el chef me dijo si me quería quedar. –Era un postre de pistachos, una tirada de mil, pero que había que hacerlos en tandas, y me salieron con verdes de tonalidade­s diferentes... Me comí una puteada bárbara, y aprendí. Porque cuando te das cuenta de en qué fallás es cuando empezás a aprender. Esas cosas no te las olvidás.

–¿En qué momento empezaste a desarrolla­r tu estilo de pastelería?

–Yo tiendo a aburrirme de las cosas con facilidad. Lo puedo hacer y repetir, pero tiendo a aburrirme y soy bastante enojón. Cuando veo en diferentes lugares de pastelería repetir siempre lo mismo, me aburro fácilmente. Entonces, sabiendo que tengo las técnicas francesas básicas –porque todos venimos de la pastelería francesa–, empecé a ver que tal vez podía traducir los sentimient­os o la expresión musical en una estética. Obviamente, sin olvidar que primero está el sabor, el producto y la calidad. Pero quería empezar a trabajar sobre otro tipo de estética, y pensé en trabajar a partir de otro tipo de colores. Entonces vienen el odio, el sexo, rojos, violetas, negros, viene por ahí empezar a meter calaveras... Agarré el tema estético más fuerte y más puntilloso más adelante, cuando nació Dolce Morte.

–¿Buscás expresamen­te plasmar cierta oscuridad en tus postres?

–Yo soy una persona oscura, pero dentro de la oscuridad no dejás de ser bello. ¡No tenés por qué ser un cuervo! Es intentar expresar esa oscuridad. Y creo que ahí está la mano del producto. Si vos tenés una sensación que podés traducir en un alimento, está bueno que lo hagas, incluso más allá de lo estético: tenés los chocolates salados, bombones de carne con chocolate, ese amargo, ese sinsabor... Creo que está bueno, y sobre todo si lo podés plasmar con una estética más oscurita, pero que cuando lo veas no deje de ser bello. No es que estoy haciendo un “no me importa”. Sí, me importa, y mirá qué lindo que es este negro y este violeta, o este chocolate con sal, pistacho y molleja.

–Decís que este estilo toma más vuelo con Dolce Morte, ¿cómo surgió la idea?

–Juan [Gaffuri, chef ejecutivo del Four Seasons Hotel Buenos Aires] sabía que me gustaba el tema del helado, y cuando empezamos con la idea de hacer [el restaurant­e] Elena me dijo “¿por qué no hacemos algo con helado?”. “¿Estás loco? –le dije–, ¿una heladería?”. “Sí, a vos te gusta, hagamos algo con eso”. Yo dije “bueno”. Entonces no tenía la noción de que Elena iba a ser un hitazo y que la Dolce Morte me iba a lanzar al [hace gesto de comillas con las manos] estrellato gastronómi­co. Al principio no sabía bien qué quería; sabía sí que no quería cinco chocolates, cinco dulces de leche ni helado de tramontana. Quería buscar la forma de hacer del helado un postre, que es lo que yo sé hacer: hacer un helado con una visión de pastelero. Y hoy en día lo hago como un cocinero también; entonces tengo este helado de maní ahumado con melón y café, que lo probás todo junto y es un quilombo en la boca. Es lo que busco, que en su expresión el helado deje su recuerdo, que te haga un poco de mareo, que te genere sensacione­s.

–¿Y cómo se lo tomó la gente que pedía helado en el restaurant­e de un hotel 5 estrellas?

–En Elena tratamos de pensar diferente: no es el restaurant­e del hotel, sino el restaurant­e que está dentro del hotel. Y si en un primer momento el 90% de la gente que venía a Elena eran huéspedes del hotel, hoy el 90% es público local. Y nos encanta, porque si bien para el huésped es divertido, el feedback mayor es el que tenemos del argentino que viene a comer a Elena. De todos modos, al principio era muy complicado, porque pedían helado y venía una base de acero con una calavera, un cucurucho negro, el helado y una cuchara plástica. ¡Cómo puede ser una cuchara plástica en un hotel 5 estrellas!, se quejaban en Trip Advisor. Bueno, es urbano. Y ahora la gente lo entiende.

–¿Y no te piden tramontana?

–A veces hay grupos en Elena que tienen una reserva para dentro de un mes y piden si pueden tener sabores más tradiciona­les. Les digo que no: Elena tiene su carta y su propuesta, Dolce Morte también.

–¿Tenés comensales que te levanten la apuesta, que pidan ir un paso más allá?

–No me ha pasado. Seguimos siendo dulce de leche. Hoy mis postres que más salen son el Enough dulce de leche, de Dolce Morte, y el panqueque de dulce de leche. Acá, más allá de todo, hay que pensar como empresario. No me puede hacer muy el loco, necesito que salgan las cosas.

Cielo e infierno

–Tu libro es un libro para pasteleros, ¿no?

–Sí, a mi doña Rosa no me conoce. El principio fue: quiero hacer un libro para gastronómi­cos, no quiero estar explicando cómo fundir el chocolate con la manteca. ¿Vos sabés?, listo. Porque a mí nunca me pasó de comprar un libro de una persona que yo admire y que me salgan sus recetas. ¡Ni una! Yo dije: voy a hacer un libro donde las recetas salgan, y salen, porque me lo escriben los que leyeron el libro. –Sí, antes era como dice Juan, muy salvaje. Y estábamos en una época un poco salvaje también, toda esa historia del rock detrás de la cocina, de las noches después del servicio... me tocó. Pero sí, era bastante infumable, siempre fui calentón.

–¿Y qué te cambió?

–La experienci­a, darme cuenta de que no llegaba a nada, que lo que necesitaba no era que me odien, sino que me respeten. En fin, cosas de hacerse adulto y de pasar el tiempo acá, en la cocina, y meterme bien en el producto y volver a querer hacer algo con eso que tenía ahí en la mesada. Fue un proceso de maduración propia, personal. El quilombo no era con el laburo, era mío.

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Joaquín Grimaldi
Con una estética muy trabajada, el libro ofrece personales recetas de panadería y pastelería
Cielo e infierno Joaquín Grimaldi Con una estética muy trabajada, el libro ofrece personales recetas de panadería y pastelería

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