El manual de la represión, la gran apuesta de Ortega
Los intelectuales nicaragüenses atribuyen a Tomás Borge, fundador del Frente Sandinista de Liberación Nacional ( FSLN), una de las frases que Daniel Ortega ha hecho suya tras su regreso al poder, en 2007: “Hagan lo que hagan, lo importante es no perder el poder”.
Poco importa que los ojos del mundo vuelven a mirar con estupor al viejo exguerrillero, aquel que en el siglo pasado se convirtió en un héroe de la izquierda mundial tras derribar la dictadura de Anastasio Somoza.
La represión en Nicaragua suma muertos todos los días, se denuncian torturas y desapariciones, los paramilitares se mueven libremente como batallones gubernamentales con licencia para matar mientras la comunidad internacional lo señala con dedo acusador. Pero el presidente sandinista no cede, sino todo lo contrario: acusa de golpismo a la Iglesia Católica, otrora su gran alia- da, y ordena retomar los municipios rebeldes a sangre y fuego, pese a que una vez pasado el Mundial de Rusia los abusos de su gobierno vuelven a aparecer masivamente en los medios de comunicación.
El mandatario perdió la calle, la mesa del diálogo lo desnuda cada vez que se reúne, la economía del país descarrila y en la Organización de los Estados Americanos ( OEA) reúne en solo tres meses más detractores que el chavismo, en un derrumbe que ya se prolonga cinco años. Solo Cuba y Venezuela mantienen su apoyo irrestricto. Incluso Jorge Arreaza, canciller bolivariano, afirmó que están dispuestos a “ofrendar nuestra sangre” luchando en las montañas centroamericanas.
Aunque no lo parezca, Ortega tiene un plan, el mismo que usó durante el medio siglo que lleva en la lucha política, incluidos los 16 como presidente, más los seis al frente del directorio revolucionario.
“En toda negociación o conflicto, siempre trataba de avanzar lo más posible y nunca regresaba al punto de partida. Siempre quedaba un poco más adelante”, recordó en el diario La Prensa Edmundo Jarquín, ex- ministro y exdiputado sandinista.
A esta estrategia los nicaragüenses la definen como “alzar la parada”, apretar para posteriormente ceder en algo, pero sin regresar al punto inicial. “La forma de actuar de Ortega siempre ha sido llevar las cosas al extremo para desde ahí, al borde del abismo, negociar con la contraparte la resolución de la crisis. Al hacer ciertas concesiones pretende dar la imagen de conciliador”, resume el excomandante sandinista Hugo Torres, que participó en 1974 en el asalto y secuestro de dirigentes somocistas gracias a los cuales Ortega fue liberado por la dictadura.
“Ortega apuesta a cambiar la correlación de fuerzas, apostando al terrorismo de Estado, como su principal y casi único recurso. Pretendió imponer, por la vía de la fuer- za, un estado de excepción”, añade Torres.
Llegados a esta situación, con unos 300 muertos y Ortega copiando el manual represivo de Nicolás Maduro ( eliminar la resistencia callejera, acabar con los liderazgos opositores y rendir a la sociedad), el analista político Óscar René Vargas vislumbra tres posibles escenarios.
“[ En el primero] Ortega ve que no hay marcha atrás y decide jugarse el todo por el todo reprimiendo. Un escenario tipo Augusto Pinochet, donde no importa el precio a pagar: más muertos, presos, heridos, el hundimiento de la economía y el incremento de la pobreza y el desempleo”, dice Vargas.
Una clave que no hay que perder de vista en este primer escenario es la instauración de una “dictadura dinástica”, como la define el periodista Carlos Fernando Chamorro. No se trata solo de Ortega, sino de todo su clan, conformado por su mujer, la vicepresidenta Rosario Murillo, y sus ocho hijos, quienes se reparten medios de comunicación, empresas públicas, cargos de confianza y convenios internacionales.
Vargas bautizó el segundo escena- rio como la “salida suave”, y de hecho fue la solución por la que apostaban Estados Unidos, la Iglesia Católica y los empresarios, todos ellos antiguos aliados del régimen, más la OEA, con su secretario general, Luis Almagro, como principal factor de conciliación. Se trataba de adelantar las elecciones de 2021 a marzo de 2019, ya fuera con un gobierno de transición mientras tanto o con el propio Ortega al frente. La matanza del Día de la Madre, cuando una multitudinaria manifestación opositora terminó con la masacre de más de una decena de jóvenes, fulminó esta vía. “Ortega no estuvo de acuerdo porque no creía en las garantías”, desvela Vargas, uno de los politólogos mejor informados del país centroamericano.
En lo que sería el tercer escenario, “un gobierno de transición sigue siendo posible, pero hay mucha indecisión y la pareja presidencial lo considera una trampa”, dice el analista. “Ortega- Murillo no han ganado la partida, aunque hayan logrado controlar de manera transitoria los principales tranques [ barricadas] que impedían la circulación en zonas rebeldes”, sentencia.
Aunque no lo parezca, Ortega tiene un plan, el mismo que utilizó durante medio siglo