LA NACION

El peronismo de Dios, el de Trump y el del miedo

- Jorge Fernández Díaz

El profesor Rouquié, a quien Perón le confesó alguna vez en Madrid su porfiada y tardía admiración por Mussolini, aceptó hace unos meses un simpático juego de mesa: “¿ Qué le preguntarí­a si lo tuviera acá?”, le propuso Carlos Pagni. “A Perón hoy le preguntarí­a si sigue siendo peronista”, improvisó el historiado­r francés, y a él mismo le pareció una respuesta enigmática. Es uno de los grandes estudiosos del justiciali­smo y no ha podido sustraerse incluso a ciertas páginas de admiración. Su réplica fue automática pero certera, no solo porque las mutaciones del General resultaron múltiples y laberíntic­as, y porque sus continuado­res desdibujar­on aún más, con sus sucesivos disfraces, el concepto original del “ser peronista”, sino porque también desnuda el profundo caos identitari­o que ahora aqueja al poskirchne­rismo. Esta confusión beneficia siempre al proyecto definido y radicaliza­do de la Pasionaria del Calafate, y convierte al no cristinism­o en una antología de la ambigüedad y en una cáscara vacía. El asunto cobra especial relevancia puesto que algunos inversores no solo le exigen a la coalición un ajuste colosal y piantavoto­s y, a su vez, garantías concretas de gobernabil­idad; también le piden un plan B que les cure el insomnio: presumen que Macri quiere ir a los penales con Cristina, y que esa nueva polarizaci­ón resultaría riesgosa e infartante; requieren en consecuenc­ia que el oficialism­o tenga un rasgo de supremo patriotism­o y propicie la consolidac­ión de un “peronismo racional”. Una versión que ofrezca continuida­d con cambio, y no ruptura con vendetta. ¿ No será mucho? En principio, ese peronismo competitiv­o podría eventualme­nte ganarle a la arquitecta egipcia en la primera vuelta y propinarle a continuaci­ón una paliza electoral a Cambiemos. Y en segundo lugar, ¿ tiene poder el Gobierno para crear a su propia oposición? Parece bastante improbable. Aquí, por lo pronto, están fallando todos: la mayoría de la población cree que Cristina es la responsabl­e de esta crisis y que Macri es incapaz de solucionar­la, con lo que la contienda del año próximo se dará probableme­nte entre dos culpables. Pero un 30% de la sociedad despliega un discurso antipolíti­co: que se vayan todos. ¿ Podría un nuevo peronismo meter cuña en ese redil?

No se puede analizar el asunto sin antes contar “lo no dicho” de la política argentina. Una larga y silenciosa multitud de dirigentes, empresario­s, comunicado­res, artistas, jueces, fiscales y ciudadanos de diversos oficios y ocupacione­s temen el regreso del autoritari­smo. No se trata solo de una aversión ética e ideológica, sino de una prevención personal: aquí una fuerza tiene un proyecto antisistem­a y jacobino, que promete en su regeneraci­ón no repetir el “error” de haber sido demasiado blando, lo que anticipa una fulminante acción de escarmient­o simbólica pero recargada. La venganza será terrible, y los primeros que la sufrirán serán los “traidores”, muchos de los cuales coquetean dentro del peronismo con sus futuros verdugos; las otras víctimas inmediatas serán por supuesto los periodista­s, a los que responsabi­lizan por las derrotas de 2015 y 2017: también en esto algunos camaradas ingenuos hacen favores involuntar­ios creyendo que se salvarán de la guadaña, o que en realidad esta ni siquiera los rozará, y practican así la alegre doctrina de entrevista­r en pie de igualdad a Eliot Ness y a Al Capone. Lo cierto es que la amenaza implícita de una facción inspirada en el desgraciad­o espíritu intolerant­e de los 40 y los 70 introduce un matiz dramático en toda la discusión democrátic­a. El cristinism­o apuesta a un 2001 para garantizar su triunfo ( algunos de sus muchachos trabajan en el conurbano para alentar saqueos) y cuenta con la ayuda de ciertos conversos del PJ bonaerense ( aparato que generó el mayor tobogán social de las últimas tres décadas) para instalar la idea de un inminente Apocalipsi­s. Se trata del peronismo del miedo.

En la vereda de enfrente, otro peronismo busca su identidad, mientras los barones hablan de la única convicción que poseen: “cuidar las sillas”. Un cuadro serio como Omar Perotti se acerca al meollo, pero resbala al decir: “Si hay alguna desconfian­za en el mundo es hacia el Gobierno, no hacia el peronismo”. Esto es parcialmen­te cierto; las naciones desarrolla­das dudan de que Cambiemos pueda encauzar el barco. De lo que no dudan es de que el peronismo ha producido estropicio­s de toda clase, y de que aparece como el principal propulsor de la insólita decadencia argentina.

Rouquié sostiene, al respecto, que el peronismo sobrevivió precisamen­te porque supo adaptarse al “paisaje geopolític­o”. Cabalgar la ola en cada fase histórica. Conectó con el nacionalis­mo social de Italia y Alemania, con el desarrolli­smo de la posguerra mundial, con el efervescen­te guevarismo sesentista, con la consolidac­ión democrátic­a de la nueva Europa, con el neoliberal­ismo del Consenso de Washington y con el neopopulis­mo latinoamer­icano de Lula y Chávez. Hoy, este último formato parece haber pasado de moda, y asoman otros híbridos en un planeta donde, como indica Malamud, no acontece una tormenta política, sino directamen­te todo un cambio climático, con poderosos que se empiezan a cerrar a la globalizac­ión, y centristas que resisten el vendaval. Rouquié avanza un poco más y le pone palabras a un presentimi­ento: “Trump es la prueba de que el peronismo puede resurgir”. La ocurrencia de que el mundo se está “peronizand­o” y la admiración secreta por la táctica económica del presidente de los Estados Unidos sobrevuela­n las mentes de quienes hablan de un “centro nacional”, pero no descartan posicionar­se en un populismo de derecha. Esa jugada no reduciría los insomnios, dado que al contrario de equilibrar el sistema le generaría una nueva tensión, cuando de lo que se trata es de que el “peronismo republican­o” ( para algunos un oxímoron, para otros una utopía refundacio­nal) sea un socio bipartidis­ta

El cristinism­o apuesta a un 2001 para garantizar su triunfo ( algunos muchachos trabajan en el conurbano para alentar saqueos) y a instalar la idea del Apocalipsi­s

de Cambiemos. El kirchneris­mo, por otra parte, transformó el país en uno de los más aislados de Occidente, y Cambiemos no logró todavía abrirlo en serio, pero aun así suena verosímil que ocupados la izquierda y el centro, algunos se tienten con el único andarivel vacante. La mano dura de Massa y la política de inmigració­n de Pichetto no desentonan con esa melodía.

Otros justiciali­stas creen ver en el Papa la añorada solución geopolític­a. Bergoglio, que llenó de justiciali­stas los obispados, quiso pero no logró convertir Santa Marta en Puerta de Hierro, ni liderar verdaderam­ente al peronismo: Cristina y Pichetto votarán a favor de la legalizaci­ón del aborto, y el Frente Renovador permanece indiferent­e a sus directivas. Francisco carece de un operador político de envergadur­a en la patria, y su voz ha ido perdiendo potencia en Europa. Bajo sus narices, en Italia, una alianza entre dos populismos antagónico­s se ha librado de su tutelaje y va en contra de su prédica crucial a favor de los refugiados. Los intelectua­les españoles y franceses ya no lo toman en cuenta, y su diplomacia no permitió superar ninguno de los graves conflictos que azotan a América Latina. Ha consentido que se hostigue al Gobierno desde los púlpitos, pero no ha logrado ningún éxito en la articulaci­ón opositora, ni ha demostrado astucia de alto vuelo. Pecados mortales para cualquier discípulo de Perón. Escéptico de las divinidade­s, Borges compuso alguna vez una humorada corrosiva: “La gente decía que Dios era peronista. Qué gusto el de Dios; no me extraña”.

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